Rosales | El Nuevo Siglo
Viernes, 26 de Enero de 2018

Rosales está muriendo de éxito. Este es mi barrio. Lo fue en mi remota infancia, cuando solo había casas de ladrillo a la vista que deseaban ser inglesas; y lo volvió a ser desde 1999 cuando me vine de Cali y me fui quedando en Bogotá, sin remedio.

La vida en el barrio era buena. Lo que hace que un lugar sea grato es la confianza; si bien la vida en Rosales nunca fue como la de la vecindad de El Chavo donde la gente se saluda y se entromete, uno sabía quién era habitual, quién recién llegado, quién un visitante, quién un extraño. No es apología del gueto ni de la frontera invisible, sino del sentido de pertenencia. Yo a mi barrio lo veo de una manera, que es distinta a como lo ven quienes no residen en él.

Si la vida en los barrios es buena, la vida en la ciudad lo será. Pero la vida en Rosales nos fue arrebatada. En el barrio, antes de que se abriera séptima arriba la prolongación de la Avenida de Chile, se vivía sabroso, no porque fuera barrio de ricos como dicen los amargados, sino porque es muy central, con todo a la mano, cosa que no ocurre en los extramuros, sean del estrato que sean.

Los vecinos que viven arriba de la tercera no tienen mayor lío. Pero quienes vivimos entre las calles 69 y 74, entre carreras séptima y cuarta, vimos cómo en menos de diez años el barrio dejó de ser lo que era por causa de múltiples factores que propiciaron la especulación sobre el metro cuadrado, el cambio del uso del suelo, la angurria de los restauranteros y el turismo local masivo y arrasador.

Había parque para los niños: el de Emaús, conservado y mantenido por los residentes de este conjunto, hasta que a Peñalosa en su primera Alcaldía le dio por “arrancar” las rejas; ningún niño de Rosales volvió a montar triciclo en este parquecito; ahora es el orinal de los mensajeros de Rappi y de los vendedores ambulantes que se trepan desde la Séptima.

Rosales está muriendo de éxito. Todo comenzó con la apertura de Carulla. Un regalo de Samuel Azout para los residentes, con la mejor intención. Lo bautizó la Perla de Rosales, en honor de Perla Douer. Fue en su momento una dicha que se sumó a tener en el barrio panadería (Panpayá), lavandería (Classic), droguería (Arley), restaurante chino para un desvare (Alice), repostería (Terely), costurera (La Retoucherie), peluquería (Jair), floristería (Flores y arreglos) y hasta licorería (Donadoni).

La inseguridad llegó cuando el barrio se puso de moda. Muchos comerciantes solo parecen interesados de lo que ocurre hacia adentro, como Carulla, que permite que en las gradas de su bella casa de conservación patrimonial permanezcan los mensajeros de Rappi, empresa que usa de local el espacio público y tiene invadido con sus rappitenderos las calles del barrio: el tránsito y la Policía podrían mirar al frente de Bagatelle, a la salida de Farmatodo, en la peatonal donde está lo que queda de Archie´s.

Habría que cuidar también la esquina al frente de Masa, en la 70 con 4, donde los recicladores han puesto un sitio de acopio, así les suene a fábula. Y la calle 72 bis, a un paso de Carulla, donde aunque no me lo crean, hay carros que venden almuerzos y dos chazas que expenden cigarrillos y golosinas.

Rosales ya no es un barrio. Es un centro comercial a cielo abierto, que convoca la gula de todo el mundo. Por supuesto, también la de los ladrones.