De los pequeños crímenes | El Nuevo Siglo
Martes, 20 de Febrero de 2018

Una noticia originada en Medellín dice que el 80% de los delincuentes liberados por los jueces, reinciden. Otra que un delincuente tiene más de 50 “entradas” a la cárcel. Una tercera que la percepción de inseguridad en Bogotá ha aumentado notoriamente. En la cuarta los jueces se defienden y dicen que no es su culpa sino de la ley. ¿Qué pasa?

Según la ley, llena de vericuetos que los delincuentes conocen,  no todos los delitos tienen la misma gravedad -y en realidad no la tienen-. Por ejemplo hay hurto simple –un simple robo sin fuerza ni violencia sobre las personas o las cosas- y hurto calificado, en el cual hay violencia. Las penas son, por supuesto distintas (arts. 239 y 240 del C.P.). Si lo hurtado no supera el valor de un salario mínimo, la pena puede reducirse entre una tercera parte y la mitad. La pena puede ser suspendida si es menor de tres años y el juez debe  considerar los antecedentes personales, familiares y sociales del acusado y concluir que no existe  necesidad de la ejecución de la pena. En otros casos, por ejemplo, una pena de doce años puede reducirse a dos. Y todos tan contentos: los delincuentes, naturalmente, los jueces porque aplican la ley y el Estado porque no hay cárceles donde internarlos. ¿Y la sociedad?

Los jueces acostumbran a juzgar con lenidad, pero si existe “concierto para delinquir”, que en otras latitudes llaman “joint criminal enterprise”,  es más difícil porque éste es una circunstancia agravante.

En 1955 se expidió el decreto extraordinario 0014, aplicable a personas cuyos antecedentes, actividades, hábitos o forma de vivir, las colocaban en estado de especial peligrosidad social. Era aplicable, en ciertas circunstancias,  incluso a los menores de edad. El decreto explicaba qué se entendía, como “antecedentes delictivos” --los casos penales en los que una persona se veía involucrada - y “antecedentes de policía” --las famosas “entradas” a las cárceles--.

El decreto definía los “estados de especial peligrosidad”, incluyendo entre otros los vagos habituales; los que fingieren enfermedad o defecto orgánico para dedicarse a la mendicidad; los proxenetas habituales; los contrabandistas; los pendencieros notorios; los que atemorizaren a las personas con armas de fuego; los que no siendo autoridad fueren sorprendidos portando arma de fuego, puñal, cuchillo, u otro instrumento naturalmente destinado a causar lesiones personales; los que suministraren a otra persona drogas o tóxicos de cualquier clase, para colocarla en estado de indefensión o privarla ilícitamente del conocimiento; los abigeos; los que fueren sorprendidos en el acto de sustraer ilícitamente, o pretender sustraer a las personas, dinero u otros efectos que impliquen provecho económico; quienes de modo habitual negociaren bienes, mercancía u objetos, que fueren materia de infracciones contra la propiedad, o cuya procedencia legítima no pudiere establecerse; los que giraren cheques “chimbos”; los ladrones de vehículos; los urbanizadores piratas; y los usureros.

La pena principal era la “relegación a colonia agrícola”. Araracuara, en los límites entre Amazonas y Caquetá, aunque “fundada” antes del decreto 0014 --en 1937 (gobierno López Pumarejo)- en plena manigua, a la que solamente se accedía por avión o por los ríos, fue la más famosa. Funcionó como penal hasta 1971. Era autónoma en agricultura y agua y generaba su propia energía.

El decreto 0014 se convirtió en ley en 1961 pero debió morir en una de las tantas reformas penales inocuas e inútiles.

Los candidatos al Congreso y a la Presidencia deberían pensar en soluciones imaginativas, como ésta, donde los presos pueden regenerarse y trabajar en un ambiente menos tóxico que una cárcel.