“Benedicto XVI dejó ver su gran talla como Papa y en su renuncia”
Respondiendo las inquietudes de algunos lectores de un diario italiano, sobre su estado de salud, el Papa Benedicto les dijo que estaba en camino hacia la Casa, con mayúscula, es decir a la de Dios. La tiene clara, como la tuvo siempre, acerca de la razón de ser de su vida y por ende la meta de la misma. Es un hombre de más de 90 años de edad y prácticamente ha dedicado toda su vida al servicio de Dios y de su Iglesia. Y lo ha hecho como pensador y escritor, como profesor y al final de su vida, como pastor universal.
Hoy es un hombre dedicado a la oración como otro servicio a la Iglesia. Sin estridencias se prepara para su encuentro definitivo con Dios, acompañado siempre de su fe y de la absoluta convicción de la obra hecha por Dios en Cristo a favor de todos los seres humanos. Podríamos imaginar que el papa Benedicto ha de ver su muerte ya no lejana como un correrse el velo que cubre a Aquel que él siempre quiso ver, o sea, Dios mismo.
Realmente la historia de los papas, especialmente en los dos últimos siglos, se hace cada vez más brillante por la calidad de personas que han ocupado la sede del apóstol Pedro. Todos, en su momento, fueron hombres de controversia, de aplausos y rechazos, pero sin duda al servicio de la humanidad en nombre de Dios. Benedicto XVI ha brillado, incluso antes de ser elegido papa, por su profundidad espiritual e intelectual, por su lucha denodada por el primado de la verdad y por la lucidez para proponer el ideal de lo humano según Dios. Es difícil encontrar en las últimas décadas hombres que, como él, o Francisco, o Juan Pablo II, tuvieran la capacidad de contener en sus mentes y corazones al mundo entero y las grandes inquietudes de la humanidad. Hombres de oración, de inmensa fe, estudiosos, escritores, de relaciones universales, pensadores, que se convirtieron en verdaderas antorchas para el camino de los hombres de buena voluntad.
En general, la opinión pública tiene una imagen de los papas bastante medida por la comunicación masiva y por la impresión momentánea. Lo más hondo y valioso se queda casi siempre por fuera. A Joseph Ratzinger hay que leerlo para conocerlo en su interioridad. Y allí se encuentra el lector con un sabio que ha recorrido largos caminos de estudio, reflexión y oración. No aparece por ninguna parte el ultraconservador con que los ignorantes han querido suplantar su personalidad. Todo lo contrario. Ha sido una mente de una apertura extraordinaria, capaz de aproximarse a todos los aspectos importantes de la vida sin prejuicios, a la vez que desde una fe que está dada para construir al hombre y nunca para favorecer su destrucción. Tiene las características de quien se ha familiarizado con la verdad esencial de las cosas y ha encontrado allí tierra firme para ilustrar a los demás. Desde luego que nunca ha creído que la verdad surja del consenso, sino que tiene vida propia y obliga en conciencia.
Su talla enorme, la de Benedicto, se dejó ver también en su renuncia al papado. No tengo fuerzas, confesó. O quizás no encontró suficientes aliados para sostener la verdad y se fue donde su gran y siempre fiel aliado: Dios y su Hijo Jesucristo. No cabe la menor duda de que cuando este alemán con cara de director de la orquesta filarmónica de Berlín toque la puerta de la Casa celestial, su alcoba estará bien dispuesta, quizás con una corona de laurel sobre la almohada. El mundo se oscurecerá un poco.