Era de posverdad en los medios de comunicación | El Nuevo Siglo
Foto Montaje El Nuevo Siglo
Domingo, 5 de Marzo de 2017
Alejandro Ponce de León

Donald Trump inició su carrera política sembrando dudas y mentiras. En 2012, durante las elecciones presidenciales norteamericanas,  fue una de las primeras figuras públicas que cuestionó la ascendencia del entonces candidato Barack Obama, sugiriendo que este era  un musulmán nacido en el extranjero; demandando así que Obama enseñase su acta de nacimiento como prueba de lealtad y compromiso al pueblo americano. Muchas cosas han cambiado desde ese entonces. A pesar de que el 54% de los votantes Republicanos aun no creen que esto sea cierto, Obama logró aclarar su credo –cristiano protestante– así como su nacionalidad –nacido en Honolulu, Hawái, en 1963. Trump, por su parte, logró ser electo como el 45º presidente de los Estados Unidos.

Es indiscutible que Trump ha hecho, de la incertidumbre, su principal herramienta política. Mucho se ha escrito sobre la falsedad -y la gravedad-  de sus argumentos en tanto al cambio climático, la criminalidad, los refugiados y la población migrante, o más recientemente, sobre su triunfo electoral -el cual, sostiene-, ha sido el mayor desde Reagan. Pero la mentira pulula en todo su discurso. Tanto así, que la agencia norteamericana PolitiFact, luego  de realizar un juicioso estudio sobre sus pronunciamientos públicos a lo largo de los últimos 5 años, llegó a la conclusión de que en un 70% de las veces, sus argumentos son totalmente falsos.

 Sin embargo, Trump no es ni el primero ni el único presidente que le ha mentido a sus electores. En el caso Americano, los escándalos de Clinton y Nixon llegan rápidamente a la mente. En cierto modo, las noticias falsas -o mejor, las mentiras- tampoco son nada nuevo dentro de la contienda política. Gobiernos, empresarios, celebridades y personajes públicos de todas las latitudes han intentado instituir su propia versión de verdad por medio de cálculos falsos, omisiones culpables, acusaciones inexistentes, vaguedades deliberadas o mentiras descaradas.

La particularidad de los hechos ocurridos en 2016 es que esta dramática realidad tuvo un desarrollo desmedido; y no solo en los Estados Unidos, sino en todo el mundo. Bien sea en el Reino Unido, Colombia o España, la discusión política pareciera no estar centrada en el esclarecimiento de la "verdad" o de la "mentira" fáctica -principio base de la democracia- sino en la definición de narrativas que interpelen y movilicen al electorado hacia las urnas, sin discusión alguna. Es una coyuntura definida por la polarización, donde la apelación a la emotividad y la experiencia inmediata prima sobre la razón y a la perspectiva social, donde las ideologías redentoras opacan el desarrollo atento de políticas públicas, y donde la reafirmación obstinada de los argumentos prevalece sobre el debate y la inclusión.

Varios expertos se han referido a este momento como la era de la posverdad; época donde la Palabra ha dejado der ser un vehículo para la expresión de las ideas y argumentos, y se ha convertido en un arma con la cual desequilibrar al adversario.

Retomando el caso de Trump, no pareciera ser una coincidencia que la reciente arremetida contra los principales medios de comunicación del país -acusándolos, directamente, de ser los enemigos del pueblo- hubiese ocurrido a tan solo pocas horas de que el New York Times publicara un nutrido informe sobre los contactos entre el personas cercanas al actual presidente y los oficiales de inteligencia rusos, en el marco de las acusaciones sobre la incidencia del gobierno Ruso en las elecciones pasadas. Al tildar a los periodistas de mentirosos,  El presidente de EU  deslegitima los señalamientos contra él y su administración y, haciendo uso de la supuesta superioridad moral que le confiere la presidencia, aprovecha la oportunidad para ejecutar órdenes que ponen en desventaja a sus contrincantes  tal como lo es la reciente decisión de su secretario de prensa, Sean Spicer, de no volver a admitir a los medios más críticos en las ruedas de prensa de la Casa Blanca.

¿Qué llevó a esta complicada coyuntura? No hay respuestas concretas aun, sin embargo, algunos investigadores sociales hemos empezado a buscar las piezas con las cuales completar el rompecabezas. En primer lugar, hay que tener presente que la emergencia de la posverdad, coincide con un momento en que las universidades, las instituciones científicas, y sobre todo de los medios de comunicación, como depositarios y voceros de la verdad fáctica han perdido gran parte de su credibilidad. A través de un reciente informe, la firma Gallup advirtió que si bien en 2004 la mayoría de ciudadanos norteamericanos profesara al menos cierta confianza en los medios de comunicación, actualmente, sólo de un tercio confía en ellos.

En el Reino Unido -donde el Btexit logró una victoria con una estrategia basada en la desinformación- el panorama resulta ser muy similar: la confianza en los medios de comunicación pasó de un 36% en 2015, a un 24% a finales de 2016. Aunque en Colombia no contamos con estas mismas fuentes, informes señalan que si bien medios los en Colombia cuentan con una mayor credibilidad al ser comparadas con los vecinos países, su consumo viene en picada.

Paradójicamente, la posverdad también irrumpe en tiempos de saturación informativa. Gracias a las redes sociales -Facebook, Instagram, Twitter, etc.-  y a las compañías especializadas en generar tráfico online, nuestra interacción virtual tiende a ocurrir en medio de un interminable flujo de información, en el que se entremezclan y consumen noticias, piezas de opinión, reportajes, teorías conspiratorias y videos virales por igual. Si bien esto pareciera ser una situación ventajosa para el establecimiento de una cultura política plural e inclusiva, estudios sugieren lo contrario.

En 2013, Kelly Garrett y Brian Weeks analizaron las percepciones de los internautas que, después de leer una mezcla de artículos falsos y verdaderos, eran informados sobre la veracidad de las fuentes. Si bien la mayoría de personas aceptaron la corrección de información errónea, el estudio demostró que los individuos ideológicamente predispuestos a aceptar información inexacta, empiezan a desconfiar de la fuente una vez se encuentran con las correcciones. De igual manera, en su reciente libro, “Negar hasta la tumba” (2016), Jack y Sara Gorman, señalan que, al procesar información que respalda nuestras creencias, las personas experimentamos un placer genuino -una oleada de dopamina-, incluso si estamos equivocados.

En tiempos de posverdad, comenta el escritor David Roberts, “no hay más árbitros, sólo jugadores”. Sin duda esta es una era difícil para los medios de comunicación -el aclamado The Washington Post incluso ha agregado la línea “La democracia muere en la oscuridad” dentro del cabezote de su sitio web-, quienes históricamente han sido los peritos de la democracia, así como para los que de una u otra forma estamos a bordo del proyecto mismo de la ilustración.

Sin embargo, esta también es una oportunidad para reevaluar la función pública de la comunicación social, el tipo de mensajes que se transmite al público así como sus fines. Es una oportunidad para pensar detenidamente cómo los mensajes reverberan en sus lectores, en cuando nuestras narrativas amplifican las voces bien sea de quienes están en el poder o en sus márgenes, y en cuáles son las de implicaciones de representar -o no-clara y justamente lo que es equilibrado y razonable y verdadero.

Sin duda llegará un momento en que tendremos que hacer un balance, y definir entre hacer una investigación seria y actuar para asegurar que la neutralidad y la objetividad de sus contenidos, o generar audiencias ciegas que parecieran preferir otros mensajes. En ultimas, es una nueva realidad que todos los que creemos en la verdad con justicia social debemos tratar, si queremos salvar el espíritu de la democracia.