Vida | El Nuevo Siglo
Viernes, 2 de Marzo de 2018

“Rememoro avergonzado que una vez deseé hurtar mi nombre al ardor de la vida”, leo este verso en el poema Medalla de Filiación del británico Wilfred Owen, mientras trato de insuflar el anhelo de vida a una joven que ha decidido poner punto final a su corto tránsito existencial.

El suicidio es un tabú. Más fácil se confiesa un aborto o una pasión indigna que el deseo de no vivir. Como lo narra Michel Foucault en la Historia de la Locura en la Época Clásica, de eso no se habla. El suicidio es innombrable, inescrutable, incomprensible, indecible, pero tremendamente doloroso no solo para quien lo acomete con éxito o sin él, sino para el entorno. Un dolor que no se nombra.

Qué pasa por la mente del suicida. Solamente lo sabe la persona que lo padece.

Cada 40 segundos alguien en el planeta Tierra decide quitarse la vida, lo que significa unas 3.000 muertes diarias en el mundo. Y según el Instituto Nacional de Salud, en los últimos años la tendencia de muertes por cuenta propia está empezando a cambiar en nuestro país. La mayor cantidad de casos se presentan entre los 20 y los 24 años.

En su mayoría los jóvenes se suicidan por penas de amor. Esta razón es tan fuerte que esa fue la justificación que utilizaron en el 56 % de los casos que se presentaron en 2017 en Colombia, de acuerdo con el INS.

Morir de amor hasta hace 15 días me parecía una cursilería de los enamorados, un pretexto para un mal poema, una recurrencia de bolerista. Pero como en la vieja canción de Charles Aznavour: “No veo más que una salida/ En contra de mi corazón/ Morir de amor/ Es morir solo en la oscuridad/ Cara a cara con la soledad/ Sin poder implorar clemencia ni piedad/ Mi vida no tiene valor”, hay quienes sí lo hacen, lo intentan o lo desean.

Qué pasa por la mente del suicida. Solamente lo sabe la persona que lo padece. Dolor constante. “Estoy quebrada por dentro”, me dice la joven suicida. Las respuestas las tendrán los médicos, psiquiatras, psicólogos, psicoanalistas, salubristas, epidemiólogos, sacerdotes. Uno como padre de un suicida solo tiene preguntas circulares.

Qué pasa por la mente del suicida. Dicen que hay adultos que se suicidan por enfermedades terminales, crisis económicas, hastío. El por qué un joven decide apagar el interruptor, no asistir al desenlace de la película, perderse el final del poema, no tiene respuesta en cerebro alguno y la posibilidad de que ocurra duele más que cualquier otra muerte.

Miro a la joven suicida. Impotente ante su decisión, le digo que ella es una aurora boreal;  que tenemos que darle las gracias a Dios por la vida, a la vida por las crisis y al sol por las explosiones, esas que arrojan enormes cantidades de partículas que lejos de quemarnos o aniquilarnos producen en el firmamento uno de los más bellos y únicos fenómenos naturales que el ojo humano puede ver.

Miro a la joven suicida y sé que ella es luz que se puede escuchar. Hoy doy gracias a Dios porque la vida de la joven suicida está viva para que ella la viva bien vivida.