Ética pública y corrupción | El Nuevo Siglo
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Jueves, 30 de Mayo de 2019
Por Víctor Eligio Espinosa Galán

 

En las sociedades actuales los problemas relacionados con la corrupción son parte de nuestra cotidianidad, animados por las promesas políticas de cambio, o de mejora en la calidad de vida de la sociedad civil. Los ciudadanos, independientemente de sus afiliaciones o de sus creencias, asocian de manera casi inmediata la categoría de corrupción a la política, a los políticos y a los funcionarios públicos, sin detenerse a pensar qué es la corrupción y si ésta es una característica única y estrictamente de la política.

Los ciudadanos atribuyen una carencia de honestidad y falta de transparencia a los procesos políticos de las democracias, ello implica que la sociedad civil supone la existencia de un deber ser moral del político, o unos valores y principios mínimos que estos deben cumplir y respetar, lo cual no hacen, y si lo hacen no es suficiente para despejar las dudas e imputaciones que se hacen a su labor (Villoria, 2005).

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Es usual pensar la palabra corrupto como un adjetivo que con facilidad recae sobre un senador, un alcalde, un gobernador o un presidente, sin excluir a los cargos intermedios entre estos; es decir, otros funcionarios políticos o de dirección pública. No obstante, para que este apelativo salga del campo de lo político es necesario pensar en un caso muy particular, por ejemplo: aquel civil que soborna a un agente de tránsito para evitar una sanción; o la persona que deliberadamente omite los protocolos de contratación en una empresa para asignar un puesto laboral a un familiar o conocido; o, en la vida escolar, el estudiante que es capaz de copiar en un examen o ser incluido en un trabajo en el cual no participó.

Así, corrupción, en un contexto público, se entiende como aquellas acciones que violan una norma o principio con el fin de satisfacer, de manera solapada, secreta o en complicidad, intereses particulares, evitando el conducto regular y protocolario de una situación determinada.

Las acciones corruptas, siempre son deliberadas e intencionales, pues en ellas se hace una instrumentalización de la razón con el fin de llevar a cabo un curso de acción, del que se sabe que trasgrede una prohibición, teniendo la idea de que las consecuencias previstas no van surtir efecto en un escenario real, considera el corrupto.

Reflexiones

La corrupción es una inmoralidad porque viola las prohibiciones que han sido construidas para preservar el bienestar humano, lo que hace que se exijan responsabilidades éticas. Así, frente a la corrupción se añora una ética pública para incentivar el uso responsable de los bienes públicos y los intereses comunes.

Pensemos qué impacto tendría en la sociedad civil, en el ciudadano de a pie, sancionar económica o penitenciariamente el ‘colarse’ en la fila del banco, bien sea porque la persona deliberadamente tomó la decisión, o porque se encontró un conocido que iba unos lugares más adelante y lo dejó pasar, o porque el cajero -en un exceso de sus funciones- insistió en que el ciudadano pasara, aunque no haya hecho la fila.

Supongamos que estos dos últimos casos sean tipificados como tráfico de influencias, es decir corrupción. En primera instancia la medida sería aplaudida por muchos, sin embargo, cuando esta se haga efectiva y comiencen los reclamos a la norma, bien sea porque es un atropello, o porque está sobreestimado el ‘inocente’ acto de saltarse la fila y no debe ser imputado como corrupción, o simplemente porque la medida interfiere con un modo cultural que se ha normalizado y en ocasiones pasa por desapercibido; el ciudadano entenderá que -guardando las proporciones- la corrupción no es un asunto exclusivamente político, y que en la cotidianidad se realizan acciones que afectan el bienestar general.

Brechas

Los constantes incumplimientos por parte de los gobernantes a los gobernados y la normalización de la corrupción como la forma de hacer las cosas en política se traducen en desconfianza, tanto de las figuras que representan el poder político, como de lo que hacen e implementan como ‘bueno’ para la sociedad. Así, se abre la brecha entre la sociedad civil y los representantes políticos, perdiendo de vista los motivos iniciales por los cuales se hace la delegación del poder político, o como lo entendió Hobbes (1588-1689), quien consideró que el hombre es movido por tres razones primarias: querer ser libre, querer ser ambicioso y temer a la muerte; es por ellas que se obliga a pactar con sus semejantes y delegar el poder político en el Estado o Leviatán, un aparato creado por los hombres para conseguir la paz y la autoconservación (Espinosa, 2015). Cuando la desconfianza atañe a la mayoría de los ciudadanos los motivos por los cuales se cede el poder político se hacen irrisorios, lo cual se manifiesta en un desinterés generalizado, se ve como una causa perdida la intervención y exigencia política, las charlas sobre política se hacen tediosas y aporéticas. El silencio o la indiferencia es un camino aceptable.

Este desinterés se podría entender como un coletazo de la desconfianza en la política y, a su vez, de la corrupción. No obstante, aunque el desinterés sea generalizado y aceptado, las resistencias políticas no cesan, por el contrario las circunstancias aportan a la conformación de grupos políticos que pretenden actuar al margen de lo legítimo para propiciar un cambio en la ejecución del poder.

El desafío que afronta la ética pública es el de formar ciudadanos responsables que puedan asumir cargos públicos en donde su capacidad moral sea exponencial, es decir, que sean conscientes de que una labor pública tiene como fin encontrar los mejores medios para satisfacer las necesidades sociales y no las personales. La confianza es un valor que se gana a través de los actos y la responsabilidad con la que se toman las consecuencias de estos.

Las motivaciones de los funcionarios públicos y políticos deben tener a la base la reflexión moral, anteponiendo el bienestar y el desarrollo civil, así las demandas y exigencias de los ciudadanos sean otras, pues el ejercer el poder que le fue delegado implica el uso del buen juicio. Es necesario resarcir los vínculos entre lo político, lo público y la sociedad civil, pues “una confianza no se logra sólo multiplicando los controles, sino reforzando los hábitos y las convicciones. Esta tarea es la que compete a una ética de la administración pública: la de generar convicciones, forjar hábitos, desde los valores y las metas que justifican su existencia” (Cortina, 1998).

 

* Director, Licenciatura en Ciencias Sociales, Universidad de Cundinamarca. Director Instituto Nacional de Investigación e Innovación Social