Un voto de confianza a Duque | El Nuevo Siglo
Jueves, 14 de Junio de 2018
  • El futuro como acumulado generacional
  • Bicicleta estática del conflicto y el posconflicto

 

La razón por la cual Iván Duque Márquez merece un voto de confianza, entre las opciones válidas de la segunda vuelta electoral del próximo domingo, es porque primordialmente no será un presidente para el posconflicto, sino para el nuevo país. O no precisamente para el “nuevo país”, sino para aquella nación que durante décadas quiso prosperar a un ritmo mayor, con fundamento en sus empresarios, sus estudiantes, sus obreros, sus mujeres y sus campesinos, pero no pudo hacerlo por cuenta de la conspiración permanente fraguada al alero de una violencia aparentemente política que, a todas luces estéril, horadó trágicamente la dinámica social, le restó energía al bienestar general e impidió concentrar buena parte de la atención en los verdaderos problemas nacionales.

En ese sentido, Duque representa una mentalidad fresca que, como elemento característico, proviene de todo aquello que se quiso lograr con la Constitución de 1991, a partir de la fecunda explosión estudiantil de entonces y cuya pretensión, desde su origen, fue hacer un país adecuado a los tiempos contemporáneos.

En efecto, una nación ante todo desembarazada de los agentes violentos, revigorizada en sus cimientos colectivos, podada del clientelismo frente-nacionalista (o todo amago de repetirlo) y con una vocación de futuro determinada por la esperanza.

En la alternativa de Duque hay, pues, un hilo conductor entre la indignación de la juventud que en esa época logró abrir los caminos institucionales de hoy y que, a través de su figura, encuentra actualmente una hibridación con la estela de optimismo de aquella etapa irrepetible y que, en su conjunto, personifica el espíritu intergeneracional del cambio en un país hoy abiertamente integrado de jóvenes.

No fue la juventud de entonces, ni mucho menos la de hoy, proclive al llamado conflicto armado. Por el contrario, sin acudir a ese calificativo que en buena medida ha servido de comodín para la demagogia, el drástico pedido juvenil del momento era terminar con el Estado de Sitio y buscar la estabilidad democrática, sin leyes marciales. Y del mismo modo era consenso la esterilidad de la subversión, originada en una mala conceptualización política de las generaciones previas, a través de un romanticismo venenoso saturado de las premisas importadas de los años sesenta y la guerra fría. Acabado el Estado de Sitio, buena parte de los agentes subversivos mantuvieron sin embargo sus pretensiones anárquicas, pero finalmente, pese al combustible del narcotráfico y cuando estaban a punto de la extinción, entendieron, a partir de la aplicación de la fuerza legítima y ya extemporáneamente, la infecundidad de sus actividades sangrientas y anacrónicas.

De remanente, no solo queda un desgaste institucional innecesario, sino el estallido colateral de cultivos ilícitos desde 2013. Pero despojado el país del revolucionarismo sesentero, la Constitución de 1991 puede proclamar su triunfo, a pesar de los intentos todavía palpitantes de sustitución constitucional. Puede entonces Duque mirar hacia adelante, por supuesto no dentro de la óptica exigua del denominado posconflicto, que no es más que un ideologismo para prolongar lo que hace tiempo debió ser finiquitado, dentro del mandato reelectoral correspondiente, sino con el foco puesto en las verdaderas necesidades del país y de todos los colombianos.

De otro lado, la Constitución de 1991 fue en buena proporción contrarreformada en algunos aspectos que le eran vitales. Uno de ellos, entre otros, el tema de los auxilios parlamentarios, hoy acrecentados y conocidos como “cupos indicativos”. No son ellos malos, en sí, por ser recursos para las regiones, pero al ser distorsionados por la lesiva componenda entre el Legislativo y el Ejecutivo se convirtieron en correa de transmisión de la corrupción. Volver al verdadero espíritu de 1991, es decir a la política como movilización de las convicciones, al uso del presupuesto nacional a través de la planeación transparente y efectiva, al voto libre y no a la compraventa de conciencias parlamentarias, es de nuevo un imperativo que, por su trayectoria personal, encuentra en el candidato Duque un líder consecuente.

Es él, por demás, fruto del país que a voluntad de la juventud y como auspicio de los tiempos modernos creció en la acción de tutela, en la inflación de un dígito, en la expansión de los servicios públicos, en la mejora en la calidad de vida, en la inserción internacional, en las posibilidades de la cultura y el deporte, en el desdoblamiento de la educación, en el ambientalismo bien comprendido, en los beneficios incipientes de la economía naranja; en fin, ese país que en lo absoluto es consecuencia del conflicto y el posconflicto, sino de los colombianos de buena voluntad.

Así las cosas, entre el pasado del conflicto y el posconflicto, y el futuro sin esas nociones regresivas, nos quedamos, pues, con el futuro. Y ese futuro, como acumulado generacional desde el 91 y desbrozado de todo populismo, es hoy Duque. Esa es su promesa y el tamaño de su responsabilidad.