CON SU carismático semblante Joe Biden apareció en el escenario principal de la cumbre Concordia en Bogotá un miércoles de julio de 2018. Llegó al atril, tomó aire y habló sobre las virtudes del Plan Colombia, los acuerdos bilaterales y la lucha contra las drogas. Por casi dos horas, su discurso estuvo marcado por la idea de que, por su mejoría, la Colombia de 2018 reflejaba “20 años de progreso” desde aquella vez que visitó el país para firmar aquel acuerdo de cooperación para luchar contra el narcotráfico.
Entre servicios de seguridad y una multitud de aplausos, Biden desapareció del escenario. Aunque los asistentes ya lo daban como candidato, el exvicepresidente parecía, por ese entonces, uno de esos exfuncionarios que estaba destinado a viajar por el mundo y cobrar millones por dar conferencias. Hasta que llegó 2019: cartas jugadas, Donald Trump en carrera por la reelección y Barack Obama en carrera por nominarlo a él, a “Joe”.
Biden anunció su candidatura en abril 25 de 2019 y en América Latina se prendieron las luces. Un sector afín a la política exterior de Trump dedujo que su rival sería el exvipresidente de Obama, por lo que su visión de la región sería la misma que tuvo el líder demócrata. Para la mayoría, sin embargo, significó un nuevo aire con posiciones menos realistas y más convergentes con los intereses regionales.
Evaluar lo que puede ser la política de Biden frente a América Latina resulta perentorio no sólo porque encabeza casi todas las encuestas (ver Real Clear Politics). Es una obligación, más que todo. La región enfrenta la peor crisis económica de su historia y el principal financiador para poder salir de ella va a ser -aunque algunos países prefieran a China- Estados Unidos.
Es una incógnita el monto de la inversión norteamericana. Mientras no se celebren las elecciones presidenciales de noviembre, el “Plan Marshall” para América Latina y su músculo financiero es un anhelo parecido aquel que piensa que los precios del petróleo volverán a estar en el lugar de comienzos de siglo.
El apremiante lugar que tendrá la pandemia en la agenda norteamericana no significa que otros temas pierdan espacio. Para entender a qué le daría prioridad Biden en Latinoamérica, hay que ver qué hizo Obama. Ser el segundo al mando en la Casa Blanca no sólo es una cuestión simbólica; también, y más que todo, es la representación del poder, del poder silencioso.
La administración Obama ha tenido una valoración positiva en Latinoamérica por la mayoría de los analistas y ciudadanos, como lo refleja Latinobarómetro. Reestableció las relaciones con Cuba, concluyó el TLC con Colombia y negoció un paquete de ayuda de $750 millones para Centroamérica. Pero dejó que el principal rival de Estados Unidos en el escenario internacional, -China- creciera desmedidamente en la región y ampliará su zona de influencia con capital para financiar infraestructura, proyectos agrícolas y extracción de materias primas.
En su análisis “The Obama Administration and Latin America: A Disappointing First Term?”, los profesores Laurence Whitehead and Detlef Nolte concluyen que la posición de Washington frente a la región fue “reactiva” en vez de ser “proactiva”. Aparte de la expansión china, la guerra contra las drogas en México se intensificó, varios presidentes fueron derrocados inconstitucionalmente (Honduras, Paraguay) y el rol norteamericano en las organizaciones multilaterales pasó de agache ante amenazas de violaciones a la carta democrática.
Por su interés medio, se puede entenderse el rol reactivo en América Latina de la administración Biden-Obama por su casi único interés en Medio Oriente, el sureste asiático y la ascensión de China. Acostumbrada a lazos estrechos con el coloso del norte, la región quedó en un segundo plano, como cuando las grandes compañías de frutas o explotación minera se van, o simplemente vienen por un tiempo limitado.
Esta condición, revertida durante la era Trump con un discurso confrontativo frente a Venezuela y Cuba, significa una posibilidad para Biden, dice Juan S. González. Asesor suyo por varios años, González comenta escribe González en America Quarterly que el empuje que le dio el exvicepresidente al TLCAN entre México, Estados Unidos y Canadá es una señal de su compromiso para impulsar acuerdos de cooperación económica en la región. La pandemia es una oportunidad para que la cadena de suministro de bienes producidos en China cambie de origen y América Latina sea uno de estos.
Valorar la política migratoria de Trump cuatro años después y, su impacto en la que propone Biden, resulta por lo menos paradójico. Aunque el exvicepresidente fue el principal promotor en la Comisión de Asignaciones del Senado “en a una estrategia ambiciosa para abordar las causas profundas de la migración procedente de Guatemala, El Salvador y Honduras”, en varios años de la administración de Obama se deportó más gente que durante la era Trump. Mientras el primero llegó a cifras récord de 409,849 deportados en 2012, el año más alto del segundo fue 2018 con 256,085, según The Wall Street Journal.
Por el interés -quizá desmedido- que Trump ha tenido en Venezuela, la posición frente a Caracas será un eje central para cualquiera de los dos candidatos. Biden dice que Trump ha hecho “una bola de demolición con nuestros lazos hemisféricos”, pero reconoce que Juan Guiadó debe ser respaldado por Washington. Llama “ruido de sables” la permanente amenaza de una posible intervención militar e insiste en darle a los venezolanos el Estatus de Protección Temporal (TPS) negado por Trump. ¿Va por Florida?
Otros temas quedan en el tintero. Uno de ellos: la integración regional. ¿La Alianza del Pacífico, Mercosur y la OEA será una prioridad de la política exterior de Biden?
A poco dos meses y medio de la elección presidencial más atípica de la historia de Estados Unidos, el exvicepresidente pica en punta. Y aún no sabemos si, como durante la administración Obama América Latina, en vez de ser una prioridad, vaya a ser un territorio de la retórica y las políticas “reactivas” durante su mandato.