Unificar política migratoria | El Nuevo Siglo
Domingo, 1 de Septiembre de 2019
  • Los retos ante la diáspora venezolana
  • Citar a una conferencia de donantes

 

La migración de más de cuatro millones de venezolanos en los últimos tres años, producto de la crisis política, económica, social e institucional generada por la dictadura de Nicolás Maduro, es considerada ya como el desafío humanitario más importante de este siglo para el continente americano. Si bien es cierto que desde la Organización de Estados Americanos (OEA), Naciones Unidas y otros entes multilaterales se ha reiterado que debe existir una respuesta integral y coordinada a la diáspora, empiezan a aparecer  decisiones de algunos gobiernos que toman distancia de las estrategia general y, por lo tanto, dificultan la atención a los centenares de miles de venezolanos que se vieron forzados a salir de su patria natal.

La decisión de las autoridades ecuatorianas de exigir visado a los migrantes venezolanos, que comenzó a aplicarse esta semana, es una de esas medidas unilaterales que amenaza con romper la unidad de acción que venían aplicando muchos países latinoamericanos para afrontar la crisis humanitaria. Aunque es apenas lógico que toda nación es totalmente soberana para imponer los controles migratorios que considere y también que el alto flujo de venezolanos ha generado problemas de distinto orden en la mayoría de las naciones del continente, debe entenderse que cualquier política que lleve a restringir de forma sustancial el tránsito de los “caminantes” no solo agrava su ya de por sí crítica situación de desamparo y desesperanza, sino que le crea al país de tránsito un lio mayor.

Para nadie es un secreto que Colombia es el mayor receptor de los migrantes venezolanos, en una cifra que hace muchos meses superó el millón de personas. Por lo mismo, muchos de los desarraigados entendieron que su mejor opción era seguir camino hacia Ecuador, Perú, Chile y otras naciones suramericanas en donde, salvo muy contadas excepciones, se les han abierto las puertas y recibido con solidaridad. Sin embargo, es claro que el creciente flujo de esta población flotante ya supera la capacidad de respuesta y asistencia de los gobiernos del área, llevándolos a tomar medidas que regulen o incluso frenen la llegada de los extranjeros. Pero, como se dice popularmente en nuestro país, termina siendo peor el remedio que la enfermedad.

La solución, en modo alguno, es aumentar las barreras migratorias. Si se insiste en esa dirección se corre el riesgo de terminar en una situación parecida a la que vive la Unión Europea en donde algunos gobiernos son partidarios de acoger los flujos de migrantes, especialmente de África y Medio Oriente, y otros no solo les cierran los accesos a puertos, costas y pasos fronterizos, sino que estudian la posibilidad de iniciar campañas de deportación masivas, muy parecido a lo que piensa hacer el gobierno Trump en Estados Unidos.

Latinoamérica no puede caer en una coyuntura similar. Por lo mismo es entendible la alerta que las autoridades colombianas dieron esta semana sobre las implicaciones de la medida ecuatoriana. La OEA está en mora de llamar a todos sus países miembro a adoptar una política general de tratamiento a los migrantes venezolanos. Un marco de acción al que todos los gobiernos se comprometan. De lo contrario, se podría correr el riesgo de lo visto en algunas naciones europeas en donde ha sido necesario acudir hasta a decisiones judiciales para que se permita llegar a puerto a los barcos que se dedican a rescatar migrantes que han naufragado o arriesgan sus vidas en vetustas embarcaciones en altamar en pos de llegar a las costas del viejo continente.

Para evitar llegar a esos extremos, como lo ocurrido esta semana con el drama de miles de venezolanos que trataban de ingresar desesperadamente a Ecuador antes de que entrara a regir la exigencia de visado, es clave que la comunidad internacional cumpla de manera más diligente con las promesas de ayuda financiera y logística a los países que reciben el mayor flujo de venezolanos. El propio enviado especial de la ONU para los refugiados y migrantes de ese país, Eduardo Stein, urgía esta semana que se redoblen las contribuciones mundiales para atender la diáspora, bajo la tesis de que el volumen de esta sobrepasó ya la capacidad de respuesta de los países receptores. Sin duda la Asamblea General que se realizará en próximos días en Nueva York debe asumir este tema como una prioridad. Según el propio Stein el plan de choque se encuentra desfinanciado en un 70%. El canciller colombiano, a su turno, insistió en que la movilización de recursos continúa siendo insuficiente e incluso reveló que de los US$315 millones de ayudas previstos, Colombia solamente ha recibido 66.

Es imperativo, entonces, que tanto en el escenario de la OEA como el de la ONU se asuma un compromiso más efectivo y realista. Incluso se podría citar a una conferencia de donantes, como se ha realizado en el pasado ante otras crisis humanitarias. Las promesas de ayuda deben concretarse o, de lo contrario, las barreras migratorias a los venezolanos se empezarán a multiplicar, una actitud que los latinoamericanos no pueden ni deben admitir.