Álvaro Gómez, hoy y siempre | El Nuevo Siglo
Domingo, 1 de Noviembre de 2020

* Sentido estético de la política

* El legado de un estadista

 

Cuando se cumplen 25 años del magnicidio del doctor Álvaro Gómez Hurtado, además de recordar la ruta impune de su crimen que hoy se pierde aún más en laberintos inusitados sin respuesta coherente ni efectiva por parte del Estado, es válido también traer a cuento su figura estelar en un país donde la política ha entrado en un declive insólito hasta el punto de ya no ser, para nada, el instrumento en la búsqueda del bien común, tarea a la que tanto se dedicó, bien en la arena ideológica e intelectual como en la práctica y la labor legislativa.

En la actualidad, como se sabe, la política ha fenecido en una feria de las vanidades en la que preponderan, a raíz de la proliferación de los trinos y los likes, las emociones y no las ideas, lo cual ciertamente ha desdibujado la definición primigenia de esta actividad o por lo menos ha perdido por completo el sentido estético que Álvaro Gómez siempre quiso darle como la más alta expresión humana.

En ese sentido, tal vez sea el ensayo de su hermano, Enrique, escrito a diez años del magnicidio, el que mejor descubra lo que esto significa en cuanto a la figura del estadista y humanista vilmente inmolado, con su asistente también de víctima mortal. Por eso hemos querido traer sus expresiones textuales en esta fecha, por cuanto su propósito era explicar lo que Álvaro Gómez debía comportar para las generaciones inmediatas y futuras, porque aquel “aceptó siempre el compromiso de arriesgar su opinión sobre lo que consideró que hay que hacer hoy para que el mañana pueda ser mejor. Producto de la entraña del siglo XX, su mirada estuvo siempre en el siglo en el que hoy estamos”.

En efecto, como lo relata Enrique Gómez, quizá la persona más cercana al líder asesinado, no solo por sus lazos familiares sino por la manera de concebir el mundo y por ser el “usufructuario de una entrañable amistad que disfrutamos sin interrupción alguna”, la amplísima estructura humanística de su hermano fue el acicate que, desde el pasado, le permitió siempre pensar en el futuro. Fueron las doctrinas y las convicciones las que le permitieron construir un aparato intelectual sobre el cual empinarse y avanzar las tesis originales que ante todo intentaban desbrozarle a Colombia una vocación futurista, pensando en grande, puesto que la base emocional de Álvaro Gómez fue, sin excepción, la esperanza. Pero no una esperanza vacua, esotérica, sino soportada en unas ideas largamente meditadas y producto de que había recorrido el país palmo a palmo y en todos sus rincones. No solo derivaba la esperanza, pues, de la ingente cultura personal antedicha, que se había fabricado como cincel en el mármol, sino del conocimiento concreto de los colombianos a los que siempre aspiró a representar democráticamente, a la luz del escrutinio público, y sin más armas que la palabra y el intelecto.

“Su posición trascendente, humanística y desde luego ortodoxa -escribió Enrique Gómez- nos dejó una abundantísima obra escrita que al repasarla nos da la sensación de que todo fue escrito ayer para la circunstancia de hoy. Hay en sus planteamientos toda una cantera ideológica que ojalá llegue a ser aprovechada por la generación presente, sumida en el desconcierto, carente de valores, huérfana de doctrina, que no aprende de la tradición y, por lo mismo, resulta incapaz de vislumbrar el futuro en el que habrá de desarrollar su propia existencia”.

Álvaro Gómez, ciertamente, quedó inscrito en “una ortodoxia dialogante y polémica que llevaba implícita la comprensión del planteamiento de la contraparte”.  Y también, como dice Enrique Gómez, fue un estoico “que quiso hacer de su vida una obra estética”. Ciertamente, el estoicismo de Álvaro Gómez está demostrado en que fue desterrado por la dictadura, secuestrado por las guerrillas y finalmente asesinado en las circunstancias más confusas, inverosímiles y cobardes, justo a la salida de dictar su famosa cátedra a los alumnos universitarios cuando al mismo tiempo denunciaba en sus escritos y conferencias lo que llamaba el Régimen, un cúmulo de circunstancias nefandas que daban al traste con los principios democráticos que tanto esfuerzo le habían significado al país. Pero aun así, en vida jamás perdió su amor y optimismo por Colombia.

En efecto, al tenor de lo dicho por Enrique Gómez, “luchador de primera línea en las contiendas políticas, no vaciló un instante en prestar su colaboración abierta a todos los intentos de reconciliación de los colombianos”. Ese, a no dudarlo, fue el talante esencial de Álvaro Gómez, muy por encima de las balas cobardes y asesinas que ni aún hoy han podido acallar su dialéctica y sus conceptos inscritos en la historia como el pensador y gran exponente de la raza colombiana que fue.