Líos del post-acuerdo | El Nuevo Siglo
Foto El Nuevo Siglo - Juan Sebastián Cuellar
Sábado, 26 de Noviembre de 2016
Unidad de análisis

Varios han sido los debates suscitados durante la semana luego de la firma del nuevo texto del acuerdo entre el gobierno Santos y las Farc, previo a la entrega del Premio Nobel de Paz, el próximo 10 de diciembre, para lo cual próximamente el Presidente comenzará una extensa gira por algunos países europeos.

El anuncio del Premio Nobel, luego de la negativa en el plebiscito, se otorgó con base a que éste debía servir para aproximar las partes en torno a un acuerdo de paz consensuado. No sólo fue, pues, sobre la base de los esfuerzos hechos previamente, sino que, conocidos los resultados electorales, la Academia noruega envió una señal de unión y de consenso sobre la renegociación de “otro” acuerdo, opción permitida por la Corte Constitucional.

El país alcanzó a percibir, en los inicios de las conversaciones a los efectos, que se lograría dicho entendimiento entre los voceros del No y del Sí. De hecho, se presentaron las propuestas y se clasificaron por acápites. Y así, bajo el mandato de negociar las propuestas por parte de los propios voceros del Gobierno, se viajó a La Habana.

No había sido fácil. El presidente Juan Manuel Santos y el expresidente Álvaro Uribe Vélez, quienes en su momento habían sido socios en la llamada Seguridad Democrática, rompieron luego cobijas políticas en una polarización que llegó a extremos indecibles.

Pasado el plebiscito del 2 de octubre, llegaron a reunirse después de seis años de no verse las caras y  el país vio en ello una luz de esperanza para encontrar una paz avalada por todos los sectores nacionales. Así ocurrió también con otros sectores caracterizados del No y se estuvo a poco del consenso clamado por las diferentes regiones nacionales.

En principio, luego del Acuerdo de Cartagena, el 26 de septiembre, se había corrido el rumor de que tanto Santos como Timoleón Jiménez, alias ‘Timochenko’, firmantes del convenio, serían galardonados con el Nobel. El año previo ya habían sido candidatos, pero en esa oportunidad ganaron los defensores de derechos humanos tunecinos. En esta ocasión, las fechas de los cierres de la negociación en La Habana coincidieron con las semanas en las cuales la Academia escogería a los galardonados del 2016. Luego del plebiscito, con Noruega de garante del proceso de paz colombiano, en todo caso el Comité de Oslo decidió, como se dijo, enviar el mensaje de que todavía era posible una paz consensuada.

Y sobre la base anterior, ambas partes, el Sí y el No, comenzaron las tratativas para un acuerdo irrestricto. Tan fue así que no se necesitaron documentos conjuntos, ni nada por el estilo, simplemente el aval de la palabra. Que era, por supuesto, mucho más importante, como acuerdo político, que anotaciones procedimentales.

Cortocircuito

Pero al término de la primera ronda de renegociaciones con las Farc, el Gobierno dio por terminado el asunto, incluyendo algunas de las propuestas de ajuste, pero sin saber si ello era satisfactorio para el No, triunfante en el plebiscito. Ni siquiera alcanzaron a llegar los voceros gubernamentales de La Habana a Bogotá  cuando el anuncio del acuerdo se hizo público con una alocución presidencial sabatina, en medio de un “puente” festivo.

El texto del acuerdo solo estuvo listo dos días después. Tampoco hubo llamadas desde Cuba para comunicarse con los delegados del No. Ya con el hecho cumplido de que se había cerrado el acuerdo, sin posibilidades de modificación alguna, el presidente Santos se reunió con el expresidente Uribe y habló con otros voceros del No. Una y otra vez reiteró que no se cambiaría una coma de lo acordado. Y ahí comenzó el cortocircuito.

Mientras los voceros del No, en particular el expresidente Uribe, sostenían que el pacto consistía en que el jefe negociador del Gobierno, Humberto De La Calle, retornaría a Bogotá para narrarles cómo había transcurrido la renegociación, aquel expidió un comunicado diciendo que no se había comprometido a ello. Se reunieron, sin embargo, varios días después, pero de antemano se daba por descontado el fracaso del encuentro, por cuanto el Gobierno y su bancada daban por clausurado el tema.

Con ello se perdió, en buena parte, el mensaje de la Academia de Oslo y particularmente una oportunidad histórica para haber hecho del proceso de paz con las Farc un propósito nacional de todos y cada uno de los colombianos, las fuerzas vivas de la Nación y todos los partidos políticos. Es decir, que allí, en ese consenso, hubieran podido quedar representados los 13 millones de votantes que acudieron al plebiscito.

Ya el ambiente venía caldeado, de un lado por las rabiosas declaraciones del gerente de la campaña del No en el Centro Democrático, Juan Carlos Vélez, uno de los ganadores del plebiscito, que fue prácticamente destituido ipso facto por el expresidente Uribe y, de otro lado, por las declaraciones del presidente Santos, en su visita de Estado al Reino Unido, cuando había dicho que los del No habían recurrido para la campaña a mentiras.

Destituido Vélez y retractado Santos se siguió con la nueva marcha del consenso. Pero, como se dijo, todo se vino al traste en un abrir y cerrar de ojos.

Acuerdo con fe de erratas

Clausurada cualquier avenencia con los del No, el Gobierno trajo a las Farc al Teatro Colón, de Bogotá, y el presidente Santos y Timochenko firmaron el texto reajustado.

El director de Human Rights Watch, José Miguel Vivanco, fue uno de los primeros, después de ser de los más adversos, calificando incluso en su momento el acuerdo de Cartagena como una “piñata de impunidad”, en aplaudir que el nuevo acuerdo incluyera el artículo 28 del Estatuto Penal de Roma, en virtud del cual los altos militares, como mandos responsables de sus contingentes, también serían motivo de juicio y las sanciones correspondientes a la Jurisdicción Especial de Paz (JEP). Es decir que casos como los llamados “falsos positivos” también tendrían la responsabilidad de las cúpulas castrenses.

Los altos mandos militares, a través de los oficiales retirados, dejaron entrever su oposición rotunda al tema, por cuanto era precisamente el que se habían cuidado de advertir en seis años de conversaciones en La Habana. Pero en el último minuto todo había cambiado y no aparecía por ningún lado el responsable  del tema. 

En todo caso el Gobierno hubo de echar reversa y a través de una fe de erratas modificó el nuevo acuerdo horas antes de firmarse por el Presidente. Vivanco, entonces, le quitó el respaldo, pero igualmente dejó constancia de que no estaba de acuerdo con que miembros de las Farc pudieran ocupar curules en el Congreso mientras estuvieran pagando las sanciones de la justicia transicional y que ello debía corregirse en la implementación.

Curiosamente ese era uno de los pedidos del No, aspecto que no fue renegociado en La Habana, sin que ello significara que las Farc no pudieran entrar a hacer política, sino que podían hacerlo pasado un tiempo determinado.

Congreso vs. plebiscito

Se firmó, entonces, el acuerdo de Bogotá, a mediados de esta semana, en el Teatro Colón y en medio de ello se dijo que ahora la refrendación popular correría por cuenta del Congreso y los parlamentarios de la llamada Unidad Nacional por la Paz. El tema inmediatamente levantó polémica porque no es comparable el resultado de un instrumento de democracia directa, como el plebiscito, con uno de democracia indirecta, como el de la representación en el Congreso.

De suyo, el plebiscito obtuvo alrededor de 12 millones 800 mil votos válidos mientras que el Congreso no tiene la representación directa sino solo de 10 millones 500 mil votos, en el Senado, y una cifra cercana en la Cámara. Pero no solo eso, una gigantesca cantidad de votos del plebiscito sin representación, sino que la votación parlamentaria es del año 2014, mientras que la del plebiscito es de hace unos dos meses.

Es decir que para equiparar debida y legítimamente los registros electorales producidos en el plebiscito, si se quisiera actuar con trasparencia democrática, tendrían que anticiparse las elecciones en el Congreso y ver cuáles serían los resultados.

Como esto no es dable en la democracia presidencialista colombiana, habrá que esperarse un año y unos meses, hasta los próximos comicios del Congreso, para saber el nuevo registro electoral. No habiéndose logrado el consenso político en torno al nuevo acuerdo, es obvio que aquel puede ser motivo, eventualmente, de discrepancia electoral en los siguientes comicios parlamentarios.

Tanto es así que la repolarización producida por el nuevo acuerdo ya está dejando entrever dos bloques electorales, uno hacia la centro derecha y el otro hacia la centro izquierda, que se irán midiendo paulatinamente, tras los resultados plebiscitarios y el parteaguas de los mismos, mucho más después de la ruptura de los últimos días.

Lo que no es claro, en todo caso, es la opinión de algunos dirigentes oficialistas según la cual en el Congreso se produjeron 14 millones de votos, olvidándose de restar los nulos y los no marcados, que sobrepasan el millón y medio o más en cada una de las cámaras, además de los votos en blanco que, precisamente por su naturaleza, no tienen representación ninguna en el Parlamento.

A no dudarlo, fue mucho menor el resultado electoral del Congreso que el del plebiscito del 2 de octubre. Y todavía más claro es que si bien en este último se dio un resultado por mitades, con prevalencia de la negativa en el plebiscito, en el Congreso el resultado es de 80 por ciento a favor de las fuerzas del Sí, lo cual no se compadece, en modo alguno, con la opinión colombiana general sobre la dinámica en torno a la cláusulas del proceso con las Farc.

Para enmendar la plana y romper lo que había ocurrido en el plebiscito, precisamente, estaba el instrumento del consenso político entre ambas fuerzas. Si ello se hubiera logrado, lo que estuvo a la vuelta de la esquina, inclusive con una nueva refrendación popular por la misma vía del plebiscito, como lo había sugerido la Corte Constitucional en caso de que ganara el No, se habría generado una dinámica gigantesca y Colombia hubiera obtenido a todas luces una “paz estable y duradera”.

Amputado ese mecanismo popular, coartando de algún modo el derecho fundamental al voto establecido en el artículo 40 de la Constitución, la democracia participativa sufre una mella gigantesca, porque si una vez se utilizó el plebiscito, con el resultado conocido, la única enmienda posible era a través del mismo instrumento. En efecto, las cosas en derecho se deshacen como se hacen.

¿Congreso, refrendador?

Pero tan grave como ese esguince al plebiscito, es decir que el Congreso tiene facultades refrendatarias.

Cumplido el trámite de la firma del acuerdo en el Colón, se pasó, entonces, al escenario del Congreso, en donde se votó una proposición por los mismos parlamentarios, y sin la voz del pueblo, para inventar una refrendación que desplazara al plebiscito.

Como se sabe, una proposición es el menor dictamen del Congreso y, desde luego, un acto administrativo de muy inferior nivel frente a un plebiscito. Para ello, la Unidad Nacional por la Paz acude a un debate denominado “situación para discusión de políticas y/o temas generales”, donde los parlamentarios pueden hacer “observaciones” al Gobierno. Pero nada más. Y mucho menos atribuirse una función para la que en ningún caso está facultado el Parlamento.

Como se sabe, la soberanía reside exclusivamente en el pueblo y el pueblo la ejerce en forma directa, es decir mediante mecanismos de participación ciudadana, o indirectamente por medio de sus representantes, o sea el Congreso, siempre “en los términos que la Constitución establece” (Art. 3 de la Carta Política). En ese orden de ideas, queda claro que de la soberanía emana el poder público y, por lo tanto, éste no puede ejercerse sino dentro de los parámetros constitucionales.

La representación indirecta de la soberanía popular se ejerce, pues, dentro de la estructura del Estado a través de la rama Legislativa del poder público. Y esa estructuración, en referencia al Congreso, tiene su marco de competencia en el artículo 114 de la Constitución, que reza: “Corresponde al Congreso de la República reformar la Constitución, hacer las leyes y ejercer control político sobre el Gobierno y la administración”. Es lo que, precisamente, se desarrolla taxativamente en el artículo 150 en cuanto a la hechura de las leyes y en referencia a las situaciones para control político, señalando que los debates deben concluirse con el resumen correspondiente.

Frente al mecanismo aducido para la supuesta refrendación, lo cierto es que puede hacerse el debate y plantear las respectivas observaciones a las políticas públicas de paz del Gobierno, pero en ningún caso ellas tienen alcance refrendatario, y mucho menos puede ser equiparable este trámite menor a la refrendación popular. De suyo, dentro de las funciones señaladas por el reglamento interno del Congreso (Ley Quinta de 1992) no hay en ninguna parte alguna de carácter refrendatario.

De acuerdo con la Constitución, servidores públicos como los congresistas son responsables por acción, omisión o extralimitación en el ejercicio de sus funciones (Art. 6 de la Carta). Esa es la matriz constitucional que permite identificar la ocurrencia de un prevaricato, es decir, cuando alguna autoridad pública hace algo que no es de su competencia o va más allá de ella.

Obliga tanto el viejo acuerdo de Cartagena como el del Bogotá, en la introducción de principios (página 4) a que la “refrendación se decide por las partes y habrá de hacerse como las normas pertinentes o sentencias lo indiquen”.

De manera que hacer una refrendación por vía de una proposición espuria, sin las “normas pertinentes” o sentencias que indiquen, es comenzarlo todo violando el propio acuerdo.

Fácilmente, pues, el nuevo acuerdo se quedará sin refrendación y sin concitar la voluntad popular para, supuestamente, entrar en la llamada implementación. Pero ella no es posible, según el mismo acuerdo, si no hay refrendación. Y como en efecto no la hay, por estar incurso este inédito mecanismo en objeto ilícito, pues la implementación tampoco es susceptible de desarrollarse de este modo.

Los servidores públicos, como se dijo, no pueden hacer sino lo que les está permitido. Cuando hacen lo contrario, infringen la Constitución y la ley.

Una cosa, por ejemplo es que el Presidente pueda pedir una autorización a través de proposición del Senado para convocar el plebiscito, como en efecto ordena la Constitución, y otra inventarse un procedimiento para romper las vértebras constitucionales, en algo que no es de competencia del Congreso.

Así las cosas, Santos recibirá el Premio Nobel de Paz, el que se concibió y entendió la Academia como un llamado a la unidad de Colombia, con un país re-polarizado como consecuencia de la renegociación del acuerdo de paz con las Farc sin el consenso político que se buscó tras los resultados del plebiscito. Un consenso que se diluyó por la forma en que el Gobierno selló el nuevo pacto a espaldas de los del No y saltándose, luego, la refrendación popular que el Presidente siempre reiteró que sería una instancia obligatoria e inesquivable.