Leguleyismo constitucional | El Nuevo Siglo
Lunes, 11 de Mayo de 2015

* La calentura está en el Congreso

* Ataque sin par a la Rama Judicial

 

 

Es desde luego totalmente innecesario que las Farc participen de una Asamblea Constituyente para definir la suerte de la justicia en Colombia, inclusive si el Ministro del Interior dejó, repentinamente, la puerta entreabierta, en el supuesto portazo a la Comisión Interinstitucional, porque de acuerdo a lo que dijo ella podría no contemplarse hoy pero después sí. E igualmente es totalmente desenfocado pensar que la llamada reforma de equilibrio de poderes garantiza, en semejante mar de inconsistencias y vicios de procedimiento, un mínimo de lo que necesita la nación en materia de la recomposición de las instituciones.

El vocabulario, por supuesto, se ha desbordado. Y mientras el medio impreso de más alta circulación nacional titula que hay un “boicot” de la cúpula judicial contra el ajuste, la única revista del país dice que la solicitud de una Constituyente va de “torpedo a bumerán”. De ahí para adelante puede acogerse cualquier interpretación propia de los escenarios deportivos. Pero está bien. Seguramente eso es lo que sucede en Colombia, donde el lenguaje por descontado es cosa secundaria y lo que prepondera es la emoción. De modo que el coloquio es pan de cada día y temas graves o importantes se despachan con lo que a bien se tenga como, por ejemplo, aquello de que “el balón está en manos de las Farc”, después del asesinato de 11 soldados y cuando finalmente no hubo reacción gubernamental alguna.

Pero más allá del lenguaje, el hecho perentorio es que la llamada reforma de equilibrio de poderes sigue su marcha como fórmula para anular la Rama Judicial en la coyunda entre el Legislativo y el Ejecutivo. Inclusive, tal vez peor, porque el Ejecutivo parece simplemente un espectador mientras el Legislativo avanza todos sus caprichos para recuperar e ir más allá de las facultades y competencias que tenía antes de la Constitución de 1991. El viejo anhelo de que los parlamentarios puedan ser ministros, gobernadores y alcaldes, con solo renunciar a su curul, o el repentino postulado de que los que pierdan las elecciones de presidencia, vicepresidencia, gobernaciones y alcaldías reciben de premio de consolación una curul nacional, regional o municipal, permanecen en el salpicón, sólo para tocar un par de perlas. Y en medio de ello, claro está, se mantiene la avanzada principal de que el Parlamento elija Contralor General de la República, sin intermediación ninguna, salvo dizque por un concurso de méritos hecho por el mismo Congreso (¿cómo será?), lo mismo que la elección de Procurador vuelva al anterior contubernio entre el Legislativo y el Ejecutivo. ¡Si el problema no está ahí! Está, de antemano, en el hecho de que el propio Congreso participe de la designación de tan altos funcionarios ya que, como es de todos sabido, es costumbre inveterada usar esa facultad para conseguir puestos y prebendas e incidir en las investigaciones fiscales y disciplinarias a cambio de sus respaldos. Y si en mala hora la Rama Judicial cayó en los mismos “roscogramas”, de lo que se trata es de evitarlos en vez de patrocinarlos en otras manos. Lo mismo en el caso del Consejo Superior de la Judicatura que no es malo en sí, sino en la forma de elección de los magistrados por el Congreso, lo que posteriormente termina politizando la elección y disciplina de los jueces en las regiones, como a semejanza se hace con las nuevas instituciones luego del destripamiento del Consejo, al igual que es funesta la idéntica manera de elegir a los juristas de la Corte Constitucional, donde la academia es totalmente secundaria frente a los respaldos partidistas y sobre todo parlamentarios. Es eso todo lo que hay que cambiar. Pero no. Por el contrario, ahora una Corte más, la Comisión de Aforados, elegida de modo similar y con el sartén por el mango del Parlamento. ¡Y esa es la gran reforma! 

Como todo en el país, el debate de la justicia ha escalado a cumbres insospechadas, cuando de lo que se trataba era de eliminar la reelección presidencial inmediata. Esa sencilla pretensión terminó en el baúl de anzuelos en que ahora estamos. Todo por cuenta del leguleyismo constitucional.