El Estado, de golpe a golpe | El Nuevo Siglo
Viernes, 28 de Abril de 2017

Una de las tesis centrales del conservatismo consiste en salvar al Estado no dejándolo caer en la paquidermia, la distorsión y la esterilidad. Para ello, como procedimiento fundamental, adopta una fórmula práctica y sencilla, proveniente del sentido común, de acuerdo con la cual y en virtud de generar las condiciones adecuadas para el cumplimiento de las funciones esenciales, se deben mantener los elementos de su naturaleza histórica y modificar las anomalías que pudieran suscitarse, a través del camino, en el cuerpo orgánico. Pareciera, siendo tan lógico, una simpleza decirlo. Pero precisamente porque no es así, por lo menos en Colombia, y puesto que sobre estas bases podría generarse una gigantesca cantidad de política pública, vale reiterarlo, no sólo por ese designio natural y plausible, sino porque al contario a muchos les parece que una conducta en tal sentido es extremista y atentatoria de su sacralización infalible.

Pero es justamente en ese propósito de salvar al Estado de sí mismo o, mejor, de las virosis que le suelen inocular y evitar, ciertamente, la decadencia sistémica a fin de sanearlo y revigorizar el espíritu para el que fue creado, que el conservatismo no lo considera un aparato maquinal, eterno, intangible, sino que bajo la continua revisión de su eficacia y operatividad afianza los elementos sustanciales, en busca del bien común, y desbroza los agentes patógenos que pudieran afectar su sano y fluido desenvolvimiento. No, claro está, para dejar la infección ahí, como una mera contingencia tóxica y una patología irredimible, por lo demás condenándolo al fracaso y a perderse las posibilidades de la modernidad, sino acudiendo a los elementos que le permitan empinarse y mantener el carácter de irremplazable que tiene como fuente del orden y promotor de la libertad.

Es por ello que el conservatismo aconseja, en concreto y como parte del ataque a la corrupción, despejarlo de la burocracia innecesaria y de los trámites superfluos, así como de apéndices inservibles en los que se malgasta o esquilma el tesoro público, aliviando, a su vez, la carga impositiva a fin de dinamizar la empresa privada como compañera y motor del bienestar general. Esta postura ideológica tiene objetivos muy precisos, con base en el juego limpio de ambas partes. Se trata de estimular la inversión, crear más y mejores empleos, propiciar un mayor volumen de recaudo tributario a partir del incremento productivo y dentro de una estrategia ordenada de desarrollo económico, con equidad social, sujeto a la planeación y cuidado de los recursos naturales. Estos términos, desde luego, suenan un insulto a quienes predican, por el contrario, la expansión estatal como elixir de un supuesto paraíso terrenal que nunca llega y se conduelen de que pueda plantearse una política pública aglutinante cuyo propósito sea, naturalmente, enfocar al Estado hacia los hitos que ordena la Constitución. Porque, en efecto, el Estado Social de Derecho, establecido en la Carta de 1991, se define, en primera instancia y dentro de los postulados taxativos de sus hilos sociales básicos, en referencia primordial a “promover la prosperidad general”. Y es ahí, precisamente, donde se juega la eficacia estatal.

Nada más horadante, en esa dirección, que las cargas tributarias que ha sufrido el pueblo colombiano en los últimos meses. Como ha quedado demostrado, es ahí, ciertamente, donde la prosperidad general tiene la más grande talanquera. No es más sino revisar la estrechez del circulante legítimo, el desmayo del consumo, la dependencia extractivista, los problemas de la cobranza, el bajonazo en la creación de empresas, la minusvalía salarial, el cierre crediticio, el drenaje a los ahorros y tantos rubros más que demuestran no solo un ahorcamiento económico, sino un petardo mayúsculo contra la prosperidad. La situación se torna aún más dramática, desde luego, con la telúrica desconfianza ciudadana, en auge, a raíz de las catástrofes de Odebrecht, Reficar e Interbolsa, entre muchas perlas cotidianas, donde el Estado y sus agentes, en vez de purificar y amparar el interés general, han sido cómplices de la oxidación y el contubernio. Y ahora, en no menos proporción, se informa, por ejemplo, que la adición presupuestal con los recursos de la reforma tributaria, se va a dilapidar, en parte, en una empresa de telecomunicaciones que el Estado tiene con Telefónica de España y que va a recapitalizar en 1,2 billones de pesos, luego de botar por la borda más de tres billones hace un lustro ¡Casi la cifra sumada por la venta de Isagen!

No cuenta en modo alguno, por supuesto, el rasero de la prosperidad general, imperativa de la Constitución. Pero así nos tienen, de golpe en golpe…