Apropiarse de las personas | El Nuevo Siglo
Domingo, 27 de Enero de 2019

Escribía hace ocho días que hay quienes no tienen reparo en eliminar personas. Ahora, me refiero a una de las tentaciones más antiguas del ser humano: apropiarse de los demás. Entiéndase como la situación en que alguien -una persona-, o algo -el Estado u otra institución- afirman que las personas le pertenecen y, por tanto, están a merced de su voluntad. La agitación política que hoy está tan a la mano, ciertos proselitismos incluyendo algunos de tipo religioso, algunas formas de adoctrinamiento de cualquier orden, muchos modos de ejercer la autoridad, en el fondo reposan sobre la idea de que la gente les pertenece, como les puede pertenecer un objeto o cualquier otra realidad. No se concibe de ningún modo en estos casos algo así como que cada ser humano es realidad completa y dueña de sí misma y mucho menos que está en capacidad de decidir si acepta o no lo que alguien más o algo más le propone. No. Los que se creen dueños de las personas viven pendientes de someterlas, obligarlas, sancionarlas, en síntesis, anular su individualidad y volverlas masa sin nombre personal.

Los creyentes no aceptamos sino a un solo dueño: Dios, nuestro Señor. De ahí para bajo todo dueño es más bien un carcelero. Y solo lo aceptamos a Él porque su esencia es el amor puro y por tanto su única pretensión con respecto a nosotros es amarnos y siempre, salvarnos, pero nunca anularnos. ¡Quién lo creyera! El totalmente perfecto se resiste a deshacer a los imperfectos. Eso sí, les ofrece cuanto a su mano está para llevarlos a la perfección. Pero ofrece, no captura ni secuestra a nadie. ¿Acaso en el fondo no fue esa la lucha de Jesús? Liberar a sus paisanos y a todos nosotros de quienes se quieren apropiar de nuestras vidas para el fin que se quiera. Nadie es propiedad de nadie y si hubiera que escoger dueño, el hombre sabio no dudaría en elegir a Dios. Pero, además, Jesús la emprende también contra realidades como el pecado que quieren esclavizar al hombre. Quizás vino fue exactamente a recordar que el ser creado es solo de su Padre celestial y que todos los demás son usurpadores (por usar una palabra en boga por estos días).

La política, la religión, las doctrinas, las instituciones uniformadas, por poner ejemplos al azar, siempre tendrán la tentación, no de ponerse al servicio de la persona para su bien y su crecimiento, sino de adueñarse de los individuos, anularlos, llenarlos de temores y aprehensiones y finalmente usarlos a su antojo. Es el miedo a la libertad de la persona, a su pensamiento, a su capacidad de tomar decisiones, a la posibilidad de que responda con el no a lo que se le propone. Por eso ninguna realidad creada por el hombre debe ser demasiado grande y poderosa porque tarde o temprano, como monstruo apocalíptico, se volverá contra su creador e intentará devorarlo por creer que le pertenece.

Vale para el Estado, para las iglesias, para los sistemas de pensamiento, para las empresas, para los proyectos sociales e incluso para la caridad. La idea no tiene nada de nuevo, pero parece que hoy hay que repetirla con insistencia: el ser humano le pertenece solo a Dios; nadie más puede reclamar título de pertenencia sobre él. Y si alguien lo hace, que se prendan todas las alarmas.