Quieres paz, respeta la conciencia | El Nuevo Siglo
Domingo, 27 de Enero de 2019

Hablar de conciencia, hoy, es como hablar de pajaritos preñados, siendo que la conciencia es la esencia de la libertad y el orden. La conciencia se ha convertido -sobre todo en el ámbito de la Teología Moral católica- en un punto esencial de la moral y el conocimiento moral. Hay una disputa sobre dónde está la autoridad para la persona: en la “libertad o en la norma”, en la “autonomía o en la “heteronomía, en la “autodeterminación o en la heterodeterminación”. La conciencia aparece en todo esto como el baluarte de la libertad frente a los límites de a la existencia causados por la autoridad.

En esta realidad se contraponen dos conceptos de lo católico: un entendimiento renovado de su esencia, que despliega la fe cristiana desde el fondo y principio de la libertad. Y un anticuado modelo, “preconciliar”, que subordina la existencia cristiana a la autoridad (del Magisterio de la Iglesia), que regula la vida tratando de mantener su poder sobre los hombres. Así, la moral de la conciencia y la moral de la autoridad parecen enfrentarse como dos morales contrapuestas. 

De esta manera, la libertad del cristiano quedaría a salvo gracias a la proposición original de la tradición moral: la conciencia es la norma suprema. Esto es que el hombre ha de obrar incluso contra la autoridad -siendo que cuando la autoridad religiosa hable sobre problemas de moral- esta podrá suministrar el material a la conciencia, que reserva siempre la última palabra para que forme su propio juicio. Aunque la concepción de la conciencia como instancia última esa recogida por algunos autores en la fórmula “la conciencia es infalible”.

Esta última idea puede despertar oposición. Es incuestionable que debemos seguir siempre el veredicto evidente de la conciencia, o al menos no contravenirlo al obrar. Cosa muy distinta es saber si la voz de la conciencia -o lo que consideramos como tal- tiene la razón siempre, si es infalible. Pero decir que lo es significaría establecer que no hay verdad alguna -al menos en asuntos de moral y religión- en ese ámbito que constituye el fundamento constitutivo de nuestra existencia. Como los juicios de conciencia se contradicen unos a otros, solo habría una verdad del sujeto, que se reduciría a su veracidad. Ninguna puerta ni ventana permitiría pasar del sujeto al todo y a lo común.

Quien piense así, hasta sus últimas consecuencias, llegará a la conclusión que tampoco existe la verdadera libertad y que los pretendidos dictámenes de la conciencia son solo reflejos de hechos sociales previos. Esta conclusión debería llevar a la idea de que la confrontación entre libertad y autoridad omite algo: que debe haber algo más profundo aún para que la libertad tenga algún sentido. Curiosamente de esta realidad -difícilmente entendida- depende el futuro de Colombia.   

           

El contenido de este escrito es extraído del discurso de Joseph Ratzinger al ingresar, como membre associé éxtranger en la Académie des Sciences et Politiques, París, 1992.