Una ensoñación nostálgica sin raíces previas | El Nuevo Siglo
EL general Tejero entró armado en el Parlamento el 23 de febrero de 1981 y se fue para la presidencia del Congreso con un aire de golpista autoconvencido.
Foto archivo AFP
Domingo, 28 de Febrero de 2021
Ramón Tamames

Es una conmemoración un tanto extraña la que estamos haciendo del 23-F, cuatro décadas después. Pero merece la pena, sobre todo, teniendo en cuenta lo agitado que está el patio nacional, con sus controversias sobre cualquier clase de problemas económicos y políticos. Y con un Gobierno que recibe toda suerte de críticas por la coalición en que se fundamenta: con un vicepresidente segundo y cuatro ministros más, que tantas veces parecen estar, simultáneamente, en La Moncloa y en la oposición al propio Ejecutivo de que forman parte.

El caso es que el 23-F se mantiene hoy con notoriedad en el imaginario nacional. Por lo que supuso aquel intento de golpe de Estado que tuvo tan deficiente preparación. Incluso peor que la Sanjurjada de agosto de 1932 contra la Segunda República. Y sin comparación con la causa letal maquinada minuciosamente por el general Mola, director del alzamiento militar del 18 de julio de 1936. 

Sintéticamente podríamos decir que el 23-F fue el resultado de una ensoñación nostálgica que no echó raíces previas para poder convertir sus intenciones en un éxito: escasos convencidos de que el golpe cambiaría todo, y medios improvisados. El General Armada seguro que ni había leído a Curzio Malaparte, en su libro Técnica del golpe de estado, del que todavía deben quedar algunos ejemplares en la Cuesta de Moyano.

El autor de este artículo estaba en el hemiciclo del Congreso el día de autos, como diputado del PCE, y en el momento en que, pistola en mano, entró Tejero, ya pudo advertir que aquello estaba muy mal preparado. Con no más de un centenar de guardias civiles, que venían de rendir sus servicios cotidianos en actividades muy diferentes, desde vigilancia del orden a servicios de tráfico en carreteras, etc: casi increíble.

Entró Tejero en el Parlamento, no a caballo como le atribuyen que hizo el General Pavia en 1874, pero sí que se fue para la presidencia del Congreso con un aire de golpista autoconvencido. Y delante de él y del hemiciclo lleno, se leyeron varios partes militares explicando torpemente que todo seguía sin novedad, sin rastro de seguimiento del golpe. Así las cosas, el alzamiento se quedó prácticamente en la Isla del Congreso, con una extensión mínima a la Capitanía General de Valencia con Milan del Bosch.

El hecho, comprobado después en el largo proceso de juicios y testimonios y de gran número de libros (entre ellos el del autor de este artículo, Más que unas Memorias, RBA, 2013), es que aquel intento de golpe era técnicamente imposible. Por mucho que en su soledad Armada pensara que iba a hacer el gran favor al Rey Juan Carlos I, incluso proponiéndole una lista de ministros de concentración nacional, en la que figuraba mi amigo Múgica al frente de Justicia, y yo mismo encabezando Economía.

La motivación del golpe, según se apreció después, era el momento en que estaba España: tendencias secesionistas del nacionalismo militante en algunas comunidades autónomas; ETA asesinando casi todos los días; y el paro que no dejaba de crecer por las consecuencias de los dos choques petroleros de 1973 y 1979, que desencadenaron una grave crisis de estancamiento e inflación.

En esa situación estaba el país pendiente de un hilo, o mejor, del mensaje que finalmente emitió el Rey Juan Carlos, como Jefe de Estado por RTVE, que fue definitivo. Habrá dudas e incertidumbres sobre todo lo que sucedió antes de ese momento, pero está claro que el nuestro fue un escenario muy distinto de la Grecia del Rey Constantino; de 1967, con el golpe de los coroneles. Aquí, y entonces, en España, se cortó por lo sano: frente a la rebelión planteada, prevaleció la Constitución.

Visto con la retrospectiva de ahora, el 23-F tiene una importante enseñanza. No era lo mismo un alzamiento militar en la España rezagada de 1936, en situación más que precaria por la Gran Depresión, con las extremosidades internacionales del fascismo por un lado, y del comunismo por el otro; y con un ejército africanista que quería recuperar una estructura de poder oligárquico.

La España de 1981 era muy diferente a la del 36. Estaba negociando el ingreso en la Unión Europea, y mantenía el consenso de prácticamente todos los partidos del arco parlamentario. El mismo que hizo posible la Ley de Reforma Política de 1976, las conversaciones gobierno/oposición para preparar las elecciones generales del 15-J de 1977, los Pactos de La Moncloa, y la misma Constitución de 1978. Cuatro piezas que definieron lo que he venido en llamar (por inspiración de Angelo Pantaleoni)  el auténtico Compromiso Histórico Español, el hilo conductor de la Transición a la democracia.

Hoy un 23-F es imposible de imaginar: el Ejército es una institución constitucional básica, con sus funciones propias de defensa, pero también con misiones de paz en el exterior. Y con una contribución creciente a los afanes de dentro del país, a la hora de resolver problemas concretos. Desde los incendios forestales del largo y seco estiaje y otras cuestiones de medio ambiente, hasta su aporte a las calamidades públicas. Como hemos visto en la pandemia con los trabajos de la UME y los hospitales militares.

Pero al lado de esas luces que tenemos de la democracia española, también hay sombras en la política actual. Con ataques a lo que llaman el Candado de 1978 (la Constitución), o la monarquía parlamentaria, pieza fundamental de nuestro sistema político. Siendo los más beligerantes en ese sentido, algunos segmentos del propio Gobierno.

Como también están, en nuestro panorama de hoy, las sombras de la desazón colectiva que suscita en muchos aspectos el Estado de Autonomías; indispensable, pero con derivaciones maléficas para la Nación, por los soberanismos tan irracionales como persistentes. E igualmente, habría que subrayar la gran ineficiencia de los sucesivos gobiernos en cuanto aprovechar el potencial de España, un mal prácticamente crónico. O la pérdida del prestigio del país en la veintena de naciones del área idiomática del español; o la caída de aprecio y prestigio en la propia Unión Europea y en otros espacios de la comunidad internacional.

Conmemorar el 23-F, 40 años después, puede servirnos de reflexión para esos temas y otros más. Buscando un nuevo consenso para que España progrese, después de la dura prueba de una epidemia tan inesperada como incierta todavía. Sería bueno que abriéramos los ojos definitivamente a un futuro más luminoso, en busca de un consenso de las fuerzas  que quieren seguir con una Constitución como la que se hizo valer en 1981.

*Político, economista y columnista español