Las fronteras del diálogo | El Nuevo Siglo
Sábado, 15 de Mayo de 2021

* Ni prevaricato por omisión…

* Ni abuso de autoridad

 

 

Desde hace ya tiempo en estas líneas, como probablemente en algunas de otros medios de comunicación, hemos insistido en una convocatoria nacional para sufragar de manera conjunta los problemas que nos aquejan a todos los colombianos. Así lo hicimos, incluso, desde las primeras manifestaciones estudiantiles, a comienzos de este Gobierno, en torno a la reforma de la educación superior y no dudamos en prohijar el diálogo como elemento fundamental para llegar a soluciones concertadas que, mal que bien, se vienen adelantando desde entonces con voceros de los sectores juveniles.

De hecho, desde esa época, a raíz de las conversaciones gubernamentales con los estudiantes, comenzó a proponerse la matrícula cero para los estratos 1, 2 y 3 en la universidad pública. En buena hora esa iniciativa tiene hoy curso formal con la medida anunciada en estos días por el presidente Iván Duque. Muy posiblemente esa política no deba ser temporal, sino que efectivamente deba dársele carácter permanente.

Desde luego, la concertación es dable solo dentro de un ambiente afín a los elementos connaturales del diálogo. Es claro, en esa dirección, que no es posible ponerse de acuerdo cuando de por medio impera la anarquía, el bloqueo vial y el vandalismo recurrente. Para nadie es secreto, por supuesto, que los factores anarquizantes que algunas fuerzas desestabilizadoras han querido imponer al alero de los sucesos de estas semanas son, precisamente, los principales enemigos de las soluciones mancomunadas. Porque lo que pretenden, ciertamente, no es encontrar caminos que lleven a ningún acuerdo, sino a suscitar la discordia, enervar las ya de por sí dramáticas condiciones económicas y sociales surgidas de la pandemia del coronavirus, aparte de la propia crisis sanitaria, y aprovechar la tragedia para enquistar sus intereses anárquicos, con el fin de derruir la cimiente democrática y el sistema de derechos y deberes que de ella se deriva. Y en eso el Gobierno no puede ceder sus atribuciones porque estaría bordeando gravemente el prevaricato por omisión.

Pero tampoco puede, de otra parte, el Ejecutivo incurrir en ningún tipo de abuso de autoridad por cuanto, en la misma medida de lo anterior, estaría desdiciéndose de las primeras exigencias establecidas en la Constitución. Por ello, el Gobierno, en modo alguno y en todos sus órdenes, puede cohonestar el desborde de la fuerza legítima, sino precaverla siempre y en todo lugar dentro de los cánones y protocolos establecidos legalmente para enfrentar los disturbios, con las acciones policiales correspondientes y la asistencia militar originada en las leyes aprobadas por el Congreso. Todo acto atentatorio de ello, y que por ende erosione la legitimidad estatal, debe ser investigado y castigado en tiempo real, sin que por esto asimismo deban suspenderse las demás operaciones en procura de recuperar la prevalencia del Estado Social de Derecho allí donde sufra afectaciones, siempre dentro del consabido principio de legalidad.

De suyo, es posible que en esa vía haya llegado el momento, en Colombia, de separar a la Policía Nacional del Ministerio de Defensa. Es, a no dudarlo, una reforma que se ha quedado en el tintero por décadas, inclusive desde antes del Frente Nacional, y que es menester adecuar aquí y ahora, porque es evidentemente contradictorio que una fuerza como la Policía deba depender de una mentalidad y un organigrama castrenses que priman en el despacho de Defensa, pese a que exista un ministro civil.

Bajo los criterios anteriores, es decir, ni prevaricato por omisión ni abuso de autoridad, es que pueden darse las condiciones para un diálogo eficaz. Un diálogo que igualmente pedimos en estas líneas, ante el paro de 2019, y que el Gobierno abrió más tarde bajo la tesis de la “conversación nacional”, que en alguna medida quedó congelado. Luego, cuando sobrevino la pandemia en 2020, insistimos desde el comienzo que un tema de semejantes características no podía enfrentarse sino con la mayor cantidad de voluntad política posible y que por eso era necesario que el Presidente convocara de antemano al país para lograr un acuerdo nacional, puesto que ya desde entonces parecía evidente que, además inmersos en las prolongadas cuarentenas con la consecuente crisis del empleo y en la economía, era indispensable surtir la emergencia entre todos los colombianos, mucho más cuando no se sabía cuánto iría a durar y cuál debería ser el monto de las ayudas extraordinarias, sobre todo para atender a los sectores más vulnerables.

Un año después y de modo unilateral, sin ninguna socialización previa, ni la más mínima concertación con las facciones políticas y las fuerzas vivas del país, el Gobierno presentó la estrepitosa reforma tributaria, convirtiéndola así en un caballo de troya. Tuvo razón en el diagnóstico, pero no en las cláusulas y los procedimientos para llevarla a cabo y hubo de retirarla en un dos por tres. Insistimos, entonces, en que se salvara el componente social, como hoy todavía es inexorable, aunque en medio de la más grande crisis en mucho tiempo, con víctimas, anarquía y grandes pérdidas a bordo y un grave descaecimiento de la imagen internacional de Colombia a raíz de la abulia gubernamental al respecto. Está bien, pues, que por fin se adopte el acuerdo nacional como norte esencial del país. Siempre y cuando, claro está, el diálogo se sustente en bases reales, no se deje la negociación al garete y prevalezca un ambiente conducente a las soluciones. Lo cual solo es posible si se entiende que, de un lado, la autoridad no es negociable y, del otro, se abren los caminos de la concertación real y la vocación de futuro.