100 años de Álvaro Gómez (III) | El Nuevo Siglo
Miércoles, 8 de Mayo de 2019
  • Vida de un humanista
  • “El estilo es el hombre”

 

Toca hoy en esta serie de editoriales, cuando se conmemoran exactamente los cien años del natalicio de Álvaro Gómez Hurtado, la aproximación a su persona, conocida en sus diversas facetas por tantos con quienes tuvo cercanía. En ese sentido, no puede este esbozo tener ninguna categoría integral, ya que eso daría para otro ejercicio que pudiera englobar la infinidad de testimonios de quienes compartieron con él.

Ayer, precisamente, el presidente Iván Duque, en un acto en la Casa de Nariño en el que realizó un sentido homenaje a su figura, expresó que Álvaro Gómez era ante todo un humanista. Y tal vez sea aquel concepto el punto de encuentro sobre el cual podría darse un consenso entre todos los que fueron sus amigos, sus trabajadores, acaso lo conocieron de pasada, lo leyeron, fueron sus alumnos, escucharon sus conferencias, votaron por él o incluso fueron sus contradictores o enemigos. Es por ello, tal vez, que a fin de cuentas al aproximarse a su persona lo que puede decirse, a partir de esa raíz humanista, es que de él no quedaba otra alternativa que aprender. Y no en un acto forzado, en un esfuerzo calamitoso, sino de modo natural, como si ello fuera parte de la cotidianidad.

De otro lado, tal vez ese pudiera ser también el desiderátum íntimo de Álvaro Gómez. Como lo dijo Alberto Casas -su confidente y amigo, en el coloquio que siguió a la presentación del presidente Duque-, siempre tuvo a flor de piel un aguzado sentido pedagógico. Podríamos decir que no exactamente como un profesor, ni como un erudito (que lo era), sino como un maestro desprevenido que es un escalafón diferente de la sabiduría. Todo ello, claro está, sin pretensión ninguna.  Y por eso hablar con él se convertía ipso facto en una vivencia o, si se quiere, en una experiencia de la cual inevitablemente se salía renovado. De hecho, uno de sus discípulos, Juan Camilo Restrepo, sostuvo en alguno de sus escritos sobre él: “Nunca se le oyó decir trivialidades”. Y es cierto.

Todo ello podría hacer parte, asimismo, de que uno de los elementos primordiales en la aproximación a Álvaro Gómez se traduce en su idea esencial de que la personalidad siempre es perfectible. Se nace con unas atribuciones específicas, con unos dones, pero ya depende de cada quien cómo se desarrollan. Es decir, que siempre se puede hacer algo más, se puede ser mejor, en fin, se trata todo el tiempo de realizar un esfuerzo adicional. Eso en él era vital, en cualquiera de las actividades que emprendía. Tanto como que doña Margarita Escobar, su esposa, le tenía tan medida esa característica que la traía a cuento, para quien se lo preguntara, porque era también conocido su carácter reservado y prudente. Y en ese caso dejaba entrever, con afecto, que su esposo le ponía dedicación y ciencia hasta a la firma de un cheque. Valga decirlo, una caligrafía oblonga y serifada, de trazo bastante original, que representaba a nuestro juicio, en un cuadro, en un ensayo, en una carta, la satisfacción del deber cumplido. Y que demostraba, de igual manera, una de sus más grandes aficiones secretas: la tipografía.

A no dudarlo y en esa dirección de tratar de hacer bien las cosas, Álvaro Gómez siempre ponía los cinco sentidos en lo que se disponía a realizar. De allí la pulcritud de sus editoriales, su capacidad oratoria, la expresión particular de su pintura, la precisión idiomática y su tendencia impostergable hacia el periodismo, el ánimo de desentrañar cada detalle y cada política pública del país, el estudio disciplinado de las ciencias que le eran ajenas, el pulso permanente de historiador, la delectación por la lectura (solía parafrasear a Borges: “Yo me imagino el cielo como una biblioteca gigantesca”), la tarea de alimentarse una concepción del mundo desde la cual avizorar el futuro. En suma, la factura humanista de un carácter siempre en movimiento, pero con pilares cimentados. Y así también era como político. Es decir que, en el fondo, la tarea que se había impuesto no era necesariamente ganar, sino ante todo ser el mejor de los políticos, que para él y desde luego no consistía en lo mismo, ni podía medirse en cargos o galardones efímeros.

Esto podrá parecer a algunos una perogrullada. Pero como para Álvaro Gómez la política era un apostolado, una emanación cristiana, una plataforma para compartir sus convicciones, una ineludible dimensión aristotélica de su aparato intelectual, una alianza con las vicisitudes del prójimo, lo que esencialmente importaba era no denigrar de ella en su operación, sino enaltecerla para conseguir adecuadamente los ya de por sí difíciles y sensibles propósitos del poder. Ante todo había que preservar la autoridad moral. Por eso, asimismo, desdecía de Maquiavelo por aquello de que “el fin justifica los medios”, lo que aborrecía, pero en cambio ponía por delante a otro humanista del Renacimiento, Pico della Mirandola, una de cuyas tesis era que la política se trataba de una de las máximas expresiones de la estética. En términos kantianos, la política en Álvaro Gómez no era pues una forma de estar, como ocurre con muchos representantes de esta actividad, sino de ser; no se trataba de una profesión, sino de una dignidad; no era unidimensional sino multidimensional. De allí que como lo dijera Alberto Zalamea “la clave en Álvaro no es ganar, sino tener la razón”. En consecuencia, con el paso del tiempo, muchas de sus ideas triunfaron o están más vigentes que nunca.             

Pero no se crea que, por lo anterior, Álvaro Gómez pudiera ser, como siempre quisieron pintarlo sus adversarios, pisco-rígido, dogmático o autoritario. De suyo, una de las facetas más desconocidas de él era la de que, en términos generales, casi nunca ordenaba sino sugería. Así bien dejó constancia, el día de ayer, su hijo Mauricio en el trato familiar. Y así también era en su rutina diaria. Desde luego, su sola presencia despertaba un respeto descomunal, pero él mismo se encargaba de morigerar el impacto que causaba en sus interlocutores. Y en esto, como lo hemos dicho, jugaba un papel fundamental el humor.

Desde luego no es posible, en estas líneas, dejar de invocar en los cien años del nacimiento de Álvaro Gómez a su padre Laureano y su hermano Enrique. Porque de ese trípode, cada quien con sus características, se ha derivado una forma de pensar y de ser, o sea, una impronta. Un talante. Y eso, en un país cada vez más descreído, donde la política es apenas el abismo de lo pragmático y artificial, es un aliciente insoslayable. En los últimos meses, hasta estos días, algunos por ahí se han dedicado a difamar de Laureano Gómez como muletilla obsesiva de su vacío. Pero como él mismo decía, a partir de Kempis, “no eres más porque te alaben, ni menos porque te vituperen, lo que eres, eso eres”. Fueron líderes de la paz: Laureano, en el Frente Nacional; Álvaro, en la constituyente de 1991.

Álvaro Gómez fue desterrado, más tarde secuestrado y luego asesinado impunemente. En vida, nunca se quejó. Siempre guardó la fe y la esperanza. Jamás perdió la alegría serena. Al fin y al cabo, podríamos decir con el conde de Buffon: “El estilo es el hombre”. Para nosotros eso fue y seguirá siendo Álvaro Gómez./JGU