La apuesta ganadora (I) | El Nuevo Siglo
Sábado, 16 de Mayo de 2020

Hace algunos años se decía que “el estudiante es novio de la revolución y después se casa con la burguesía”, y esto sigue siendo cierto: el joven es valiente, soñador, enamorado (a ciegas). Pero, a su vez  es iluso, solidario fuera de su grupo (este último le da seguridad), osado, temerario, imprudente…no lee más que correos de celular, no reconoce una verdad diferente a la opinión personal, sus intereses son la causa del grupo. Ve la libertad como derechos sin límites. Ve en los mayores extraños desactualizados. Ve el amor como la razón de su vida, pero, como una oportunidad física, necesaria, natural, sin límites o escrúpulos. Ve su opinión como una verdad, digna de ser defendida: hasta la muerte.

Por esto, yo le comentaba a mis alumnos universitarios que mi generación (mis compañeros, amigos y yo mismo) fue un fracaso: no fuimos capaces de cambiar el mundo, no dejamos huella que valga la pena, por donde pasamos. Nuestra juventud se nos salió de las manos, sin darnos cuenta cuando. Desperdiciamos las fabulosas cualidades y oportunidades de nuestra juventud, nos deslumbró la libertad y la verdad: sin ponderar su verdadero significado. Valoramos el amor a medias: nos costó entender su dimensión eterna.

También decía a mis alumnos que a nosotros nadie nos explicó -en forma clara, profunda y práctica- la razón de las virtudes (hábitos operativos positivos) y valores fundamentales como la verdad, la libertad y el amor, no los valoramos como irremplazables en procura de una vida lograda. Al final del semestre les decía que a nosotros no nos enamoraron del alcance infinito de estos valores, pero que ellos no tendrán disculpa porque ya les hablé de la verdad de la verdad, de la libertad de la libertad y del verdadero amor. 

Les hablé del alcance de la verdad metafísica: les explicaba qué antes del Big Bang (origen del tiempo, el espacio, el universo) solo había un infinito -tenía que haberlo- y que algún día el tiempo y el espacio tendrán su fin: tiene que haberlo. Mientras que la persona humana existirá siempre, para siempre, siempre. Les comentaba que el amor en la verdad es la única libertad que libera: lo único que justifica vivir. Y los llevaba a que entendieran que el amor, en sus dimensiones infinitas, es el único verdadero bien.

Un autor contemporáneo dice que: “el amor no es dependencia, es don que nos hace vivir. Resulta que la libertad de un ser humano es la libertad de un ser limitado y, por tanto, es limitada ella misma. Solo podemos poseerla como libertad compartida, en la comunión de las libertades: la libertad solo puede desarrollarse si vivimos, como debemos, unos con otros y unos para otros. Vivimos como debemos si vivimos según la verdad de nuestro ser, es decir, según indica nuestra naturaleza. Nuestro patrimonio occidental no ve en el hombre una ley impuesta desde fuera, que obliga, sino la medida intrínseca de nuestra naturaleza, una medida que está inscrita en nuestra antropología: temporal y eterna, así somos criaturas libres”.