Los tremores del viejo país | El Nuevo Siglo
Martes, 4 de Junio de 2019
  • El triunfo de Duque en las objeciones
  • Cuando el lenguaje estorba al derecho

 

Catalogar de derrota para el Gobierno la sepultura de las seis objeciones por inconveniencia, que el presidente Iván Duque presentó al Congreso sobre igual número de artículos de los 159 de la ley estatutaria de la justicia transicional, es pensar con el deseo. Porque las objeciones servían simplemente de plataforma para ver si era posible un acuerdo entre los partidos oficialistas, semioficialistas e independientes en torno del ajuste mínimo del proceso de paz en aquellos puntos en que parecía sensato abrir una discusión civilizada y cicatrizar, entre todos, la herida democrática inferida por la evasión de los resultados del plebiscito.

Fue aquel sin duda un momento estelar para afianzar la democracia colombiana, así como una oportunidad de oro a fin de legitimar debidamente el pacto del Colón, que sin embargo se dejó pasar a cuenta de que cualquier actitud política plausible en Colombia se reduce hoy a la costumbre perniciosa, trasplantada de épocas arcaicas, de comprimirlo todo al menudeo burocrático.

Eso, que más bien se debe a una enquistada senilidad frente-nacionalista bajo la idea paralizante de aplicar fórmulas viejas a los problemas actuales, no se compadece en modo alguno con la necesidad inmediata de revitalizar la política y estructurarla a partir de nuevas prácticas. Este es, por descontado, el reto esencial de los tiempos contemporáneos si en verdad se quiere un país liberado de las redes corruptas, de la coyunda clientelista entre las ramas del poder público y de la conducta perversa que todavía exige que, para llevar a cabo cualquier política pública por más benéfica que sea, es menester de antemano recurrir a las componendas y pagar peajes en el Congreso.                 

En efecto, muy fácil para el presidente Duque habría sido ceder frente a semejantes pretensiones regresivas, mejor dicho, llegar a revalidar esa idea vetusta de lo que supuestamente es el buen gobierno y haber feriado los despachos para sacar avante las objeciones. Lo hubiera hecho de este modo, apelando al silogismo de lo que llaman “representación política” y las amplias mayorías a cambio de ministerios e institutos no se habrían hecho esperar un minuto. Pero con ello una vez más el país se habría ido por el desbarrancadero orwelliano de la Rebelión en la granja. ¡Y todos tan felices!, cantando una victoria pírrica frente a los requerimientos inaplazables de la nación cuyo primer objetivo es, precisamente, recuperar la política de las fauces clientelares y del agotamiento en que se halla desde que los presidentes fueron cooptados, por no decir secuestrados, por el Parlamento con el objeto de lograr sus fines sin importar los medios.           

Es más, ahora se quiere presentar la agonía de las objeciones, hasta su sarcófago en la Corte Constitucional, como un triunfo opositor que en consecuencia debería llevar al arrodillamiento gubernamental, pese a que desde las primeras de cambio se entendió que los partidos en mención no marcharían a favor de ellas si no se abría la compuerta de los puestos por lo cual, con la serena desaprobación de Duque a un acuerdo de este tipo, ya se sabía que el irritado dictamen parlamentario sería negativo. Así sucedió de inmediato en la Cámara, con estruendosos aplausos incluidos, y se repitió en el Senado en una sesión estrepitosa. Nada de que sorprenderse ni de que regocijarse extemporáneamente. Que los partidos semioficialistas e independientes se hubieran pasado de repente a la oposición es problema de ellos, no del Gobierno. El hecho es que Duque logró mantener en alto la bandera de la renovación y otros se hunden en la estela del viejo país.

Un viejo país, ciertamente, que lucha por manifestarse, no solo en eso, sino en otras actitudes intempestivas. Una de ellas, por ejemplo, cambiar en las sentencias el lenguaje inscrito en el diccionario español. Así ocurrió hace unos días en cierto fallo de un máximo tribunal en torno de un pleito penal a la orden del día en que la palabra “investidura”, para el caso investidura parlamentaria, fue despojada de la ineludible “toma de posesión”, glosándola del significado castizo y dejando esa parte de la definición en puntos suspensivos con el objeto de reconceptualizar las atribuciones de investigación y juzgamiento de ese tribunal, incluidas las medidas de aseguramiento, que le corresponden exclusiva y taxativamente, en términos constitucionales, sobre los “miembros” del Congreso y no sobre los acreditados de congresistas electos, como se dijo de improviso.

Un viejo país, por lo demás, que a la voz de utilizar alguno de los mecanismos sanamente establecidos en la Constitución, como es el caso de la Asamblea Constituyente, para llevar a cabo las reformas, como la de la justicia después de tantos tropiezos, se rasga las vestiduras.

Esa actitud, esa oxidación temperamental e institucional que impide la vocación de futuro, es con la que Duque no puede contemporizar. Salvo aceptar volverse un joven viejo que al parecer es lo que quieren.