La despedida del genio | El Nuevo Siglo
Miércoles, 30 de Junio de 2021

“Me aterra la idea de tomar apuntes, me avergüenzo mientras los escribo, me decepciono cuando los leo”. Con esta frase que luce sincera, Rodrigo García Barcha deja ver el enorme desafío intelectual y emocional que significó escribir sobre la partida del patriarca, el tiempo en el que se apagó su chispa, la extinción de su luz. “Gabo y Mercedes, una despedida”, el entrañable libro del cineasta es tan conmovedor como breve. Es como el llanto que derramó Mercedes ante el cuerpo de Gabo: “se estremece por un instante y estalla en llanto, ‘pobrecito, ¿verdad?’ (…) sólo la he visto llorar tres veces en mi vida. Esta última no dura más de unos pocos segundos, pero tiene el poder de una ráfaga de ametralladora”.

El testimonio de Rodrigo García, desde la intimidad de su hogar, habla del genio que fue Gabo, de cómo se concentraba profundamente cuando escribía, tanto que ponía mirada transparente cuando alguien le hablaba, porque su cabeza estaba en otra dimensión, pero también habla de sus siestas con pesadillas, su relación contradictoria con la fama y la gloria y su sentido del humor, conservado aún en los peores momentos en los que la lucidez era esquiva. Este es el testimonio de un hijo dolido por la orfandad, que admite que decidió hacer su vida en otro país y en otro idioma porque es inevitable que el genio del padre opaque el talento del hijo y que se confiesa avergonzado del triste momento en el que la demencia de su padre lo hizo sentirse por primera vez intelectualmente superior.

En los últimos años, Gabo fue a la vez él y su espectro. Incluso en la agonía era capaz de arrancar risas de médicos y enfermeras llamando a las cosas por su nombre: “quiere decir mis huevos”, cuando la enfermera hablaba de sus genitales. Se animaba como siempre cuando escuchaba vallenatos -ni en los peores días la casa lució como un escenario fúnebre- y se asombraba cuando leía sus libros -cuando estaba lúcido se negaba a hacerlo- y decía “¿de dónde carajos salió todo esto?”.

Aún en la nebulosa de la enfermedad, Gabo supo que se estaba acabando la fiesta y ese fin de fiesta tuvo su toque mágico, como tenía que ser. Gabo murió un jueves santo, igual que Úrsula Iguarán, y como en Cien Años de Soledad, en la casa de México también hubo un pájaro convertido en mensajero de la parca. Tan Macondo, tan Gabo.

¿Cómo podrá sentirse el hijo de un premio nobel al enfrentarse al reto de escribir? Rodrigo reconoce la inmensa sombra de su padre, escribe con sencillez y admite que “más allá de la necesidad de escribir, en el fondo puede acecharme la tentación de promover mi propia fama en la era de la vulgaridad”. Pero no ha sido así. Su libro es un hermoso canto de amor y memoria. Tenía que escribirlo.