La casa | El Nuevo Siglo
Martes, 7 de Julio de 2020

Cuando el hombre dejó de ser nómada y se dedicó a labrar la tierra, la casa se convirtió en el centro de su existencia, su lugar en el cosmos. En los últimos tiempos la humanidad, como dice Attali, impulsada por la globalización, la interculturalidad, la conectividad física o virtual, regresó de cierta manera al nomadismo y de nuevo pasó a ser errante.

Y aunque hoy podamos viajar sin necesidad de desplazarnos, y seamos unos andariegos “matadores de brújulas”, en la expresión de Cortázar, en estos días de encierro, la casa se ha convertido en nuestro pequeño gran universo.  

Los antiguos concibieron el domicilio como el lugar donde esencialmente gravita la vida del hombre, y por ello en el Código de Justiniano, aludiendo al vínculo anímico entre aquel y su espacio, bellamente se indicaba que “cada quien tiene su domicilio en el mismo lugar donde constituyó sus lares y el conjunto de sus cosas y de su fortuna, y de donde no haya de alejarse otra vez, si nada le obliga, y de donde, cuando partió se considera que está de viaje, y cuando volvió dejó ya de viajar”. 

La casa, la morada, la confluencia de los puntos cardinales, es donde hemos construido nuestra más íntima cotidianidad, es tanto el ámbito de lo doméstico y de sus rituales, como donde se forjan las ilusiones, donde atesoramos los recuerdos, donde el detalle adquiere la enorme dimensión del firmamento, de viaje a otros tiempos, a otro orden: el nuestro. La casa nos permite dejar y reconocer nuestras propias huellas y, con nostalgia, las de quienes ya se fueron. En palabras de Bachelard, ese nuestro pequeño rincón en el mundo, “es uno de los mayores poderes de integración para los pensamientos, los recuerdos y los sueños del hombre”; en él podemos habitarnos.  

El actual confinamiento nos abre la posibilidad de viajar hacia el interior de nosotros mismos, para reencontrarnos con quienes fuimos en otras épocas, y hasta con quienes pudimos haber sido, para retoñar y reformular nuestro avenir. Pero también nos exige que pensemos en aquellos para los que, tristemente, dicho espacio -si es que acaso lo tienen, pues son demasiados los que habitan nuestras calles- es un ámbito de maltrato y abuso, y entonces la casa deja de ser morada, refugio y abrigo, y se convierte en un inhóspito lugar de desarraigo, en un cerrado abismo.

Las aterradoras cifras sobre violencia intrafamiliar que se han divulgado en estos días, son un apremiante llamado a reflexionar acerca de los  frágiles cimientos sobre los que se construyen los entornos íntimos en nuestra sociedad, y sobre la pertinencia  y eficacia de los  instrumentos con los que el Estado puede legítimamente intervenir en ese ámbito, al tiempo que nos invitan a imaginar la forma en que podríamos contribuir a que todos tengan la segura y real posibilidad de proyectar y reinventar su existencia, y para ello, como lo expresó Ortega y Gasset,  “retirarse virtual y provisoriamente del mundo, y meterse dentro de sí, o dicho con un espléndido vocablo, que sólo existe en nuestro idioma: (…) [de] ensimismarse”.

@wzcsg