Pregones de Bogotá | El Nuevo Siglo
Sábado, 25 de Agosto de 2018

La laboriosidad de los colombianos es digna de admiración. No existe actividad o trabajo al cual no se le mida el más modesto de los compatriotas. Lejos de tratar de encomiar las tareas que hacen los vendedores ambulantes que ayudan a facilitar la vida de todo el mundo. Quiero referirme en particular a que muchas de las necesidades diarias son satisfechas sin que se soliciten con una eficacia que no tiene igual. Después de un leve chubasco, mejor en medio de él, aparecen personas que con gran eficacia y oportunidad ofrecen paraguas a quienes se han olvidado del suyo en la casa o simplemente carecen de él. Es una oportuna oferta; le resuelven un problema a quien no quiere mojarse por obra de la naturaleza; quien los vende también está resolviendo un problema de ingresos en forma oportuna. Eso es lo que llama la atención. Cómo se ingenian su negocio es un verdadero misterio.

No se pretende encomiar a los vendedores ambulantes, que son, sin lugar a dudas el dolor de cabeza de los comerciantes organizados, sino reconocer cómo una gran cantidad de personas con espíritu emprendedor en cierta manera adivinan o se sintonizan con las necesidades del viandante. A lo largo de nuestras vías urbanas se ofrecen toda clase de comestibles, herramientas, libros como ejemplares de la constitución, serruchos, destornilladores, martillos, puntillas, tornillos, frutas nacionales e importadas, flores, en fin toda clase de cosas que quien las compra las había estado buscando y de golpe en cualquier esquina las encuentra y cae en la cuenta de que las estaba buscando y que le llegan como por arte de magia, mejor, de la perspicacia de nuestra gente que se las ingenia para estar presentes en la vida nacional.

Con gran inteligencia para interpretar este sentir, el famoso declamador Víctor Mallarino hizo las delicias de muchos bogotanos con el poema Pregones de Bogotá, en el cual recogía todas las exclamaciones con las cuales los vendedores ambulantes de la ciudad ofrecían a los transeúntes su mercancía. Recogía los tiempos en los cuales la suscripción a los periódicos que llegan como ahora a la puerta de la casa con gran puntualidad no existía, sino que los vendedores ambulantes se deleitaban ofreciéndolos con voz sonora e inequívoca: El Tiempo, El Siglo, El Liberal, El Espectador. Pero no contentos con eso se adelantaban a su lectura anunciando su contenido; cuando se trataba de informar de algún desgraciado acontecimiento bien anunciaban que la información traía el retrato de la víctima. Con eso se suponía que atraían más compradores.

Los actuales vendedores ambulantes se limitan a exhibir con gracia y donosura el objeto de sus ventas. Claro que a ese clan de vendedores que constituyen una realidad urbana, se le puede atribuir buena parte del caos urbano por la congestión que crean con su comercio en las intersecciones viales, particularmente en los semáforos que es donde los autos tienen que parar; aprovechan los unos a comprar y los otros a vender.