No ratificar el Acuerdo de Escazú | El Nuevo Siglo
Martes, 22 de Septiembre de 2020

El Minambiente presentó al Congreso en julio de este año, con mensaje de urgencia, el Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe (Acuerdo de Escazú), firmado el 27 de septiembre de 2018 por 14 estados latinoamericanos y del Caribe, redactado en desarrollo de la Decisión de Santiago, adoptada en 2014 por 24 países. No es, como lo han querido presentar, un tratado para la protección del medio ambiente ni de los “ambientalistas”, unos curiosos personajes que no tienen nada que ver con los ecologistas, que son los protectores de la ecología. Simplemente, como lo dice el artículo 1, tiene el propósito de “garantizar la implementación plena y efectiva en América Latina y el Caribe de los derechos de acceso a la información ambiental, participación pública en los procesos de toma de decisiones ambientales y acceso a la justicia en asuntos ambientales”.

Para ello crea un complicadísimo sistema que obliga a los Estados a someter al escrutinio público (definido por el mismo proyecto de tratado como “una o varias personas físicas o jurídicas y las asociaciones, organizaciones o grupos constituidos por esas personas, que son nacionales o que están sujetos a la jurisdicción nacional del Estado Parte”, y que no necesitan tener ni siquiera personería jurídica), que será el que, en definitiva, permita o no el desarrollo de proyectos que puedan afectar, así sea el mínima parte, el medio ambiente, llegando incluso, no se sabe cómo, a la Corte Internacional de Justicia, de la que Colombia no hace parte.

Colombia tiene ya, en su legislación y en sus obligaciones internacionales, disposiciones muy claras al respecto que sí incluyen la protección de la vida de los defensores del medio ambiente, asesinados por los grupos armados que siembran coca, hacen explotaciones ilegales de oro, deforestan las selvas y vuelan los oleoductos. Desafortunadamente, por defectos de implementación, muchas de esas disposiciones no cumplen sus propósitos. Traer más disposiciones es innecesario y solamente nos creará costos y complicaciones internacionales, además de alejar eventuales capitales en campos que requieren altas inversiones y que, hoy por hoy con las consultas previas y la ineficacia del ANLA, ya son bastante escasas. El Acuerdo de Escazú nos obligaría a consultar al “publico” la ampliación de una fábrica, la fumigación aérea -tema en el que con la Corte Constitucional como obstáculo nos basta- y cualquier obra como carretera, acueducto, represa y producción de energía, para poner unos ejemplos.

El Consejo Gremial Nacional ha dado varias razones para oponerse al Acuerdo, entre otras, porque la inclusión de nuevos mecanismos de participación generaría problemas insolubles frente a proyectos estratégicos, ya que la protección del ambiente está garantizada por licencias, planes de manejo y guías, y se crea una “justicia ambiental”, una especie de JEP del ambiente, dándole a instituciones internacionales facultades para dirimir conflictos internos.

Brasil, Argentina, Perú y Chile no van a marcharle. Las comunidades amazónicas lo consideran lesivo.

No sé si la canciller y el ministro del Ambiente leyeron detenidamente este Acuerdo, confuso y farragoso, de 19 páginas, 26 artículos y un centenar de numerales y literales, y si ponderaron sus implicaciones. Claramente el Acuerdo no es conveniente ni necesario.

El Minambiente debería pensar, más bien, en el uso de drones y helicópteros militares, para verificar la deforestación, escudriñar la minería ilegal y vigilar los oleoductos.

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Coda: Un proyecto de ley prohíbe a la policía el uso de gases lacrimógenos y pistolas eléctricas. Nada dice sobre piedras, palos y bombas incendiarias.