La grandeza de Álvaro Gómez | El Nuevo Siglo
Domingo, 11 de Octubre de 2020

El magnicidio de Álvaro Gómez repugna a las gentes sencillas del pueblo, sin distinción de credos políticos, cometido cuando enarbolaba las banderas de un pacto sobre lo fundamental, la fumigación moral de la República y derrocar el Régimen de complicidades que degradaba la política.   

El gran estadista del siglo XX tenía claro los desafíos en un país donde en casi el setenta 70% del territorio imperaba la ley del revólver. Estimaba que la mayoría de los colombianos son hombres de paz y favorables al imperio de la ley y el orden. Insistía en apelar a la alta política para salir de la frustración e indignidad del Régimen. En escritos y conferencias lo desafía, como al Quijote, sin más armas que la dialéctica pura de las ideas y críticas al sistema. Su grandeza moral se afinca en defender tesis sobre cómo debía ser el manejo del Estado, en el entendido de que se trataba de persuadir a la gran mayoría de la población sobre la bondad de recuperar el orden y elevar la contienda política por rumbos civilizados.

Tenía presente que su padre había luchado sin dar ni pedir tregua en medio de la tempestad de la lucha partidista, destacándose, inicialmente, como critico de su propio partido, que vegeta anquilosado en el poder. Hasta que, como consecuencia de las grandes disputas ideológicas europeas, de la guerra civil española, el fascismo y la Segunda Guerra Mundial, la política nacional degenera en la violencia, después de la entrega del poder a la alianza que había forjado Enrique Olaya Herrera, contra la hegemonía conservadora. 

El estadista conservador recordaba que había sido secretario del Frente Nacional en España cuando Alberto Lleras y Laureano Gómez plantean la crucial  política de entendimiento. Al poco tiempo, Fidel Castro, derriba mediante las armas a Fulgencio Batista en Cuba. Fidel y el Che Guevara, son los grandes ídolos de la revolución. Algunos sectores de la guerrilla liberal terminan engrosando las filas de la lucha armada castrista. 

Álvaro Gómez, al defender el orden y la legitimidad, se opone a las Repúblicas Independientes de las Farc en territorio nacional. La que más adelante se financia con los sembrados de coca en la periferia del país, se rearma y pretende ganar la guerra al Estado, como lo proclama el Mono Jojoy. Algo similar se da con el M-19, que asalta el Palacio de Justicia y secuestra al dirigente conservador. La negociación por su libertad deriva en el desarme de dicho grupo subversivo, el ingreso a la política pacífica, con al cierre del Congreso, y se consagra el cambio político mediante la Asamblea Constituyente que preside con Navarro y Serpa, dando lugar a la Carta del 91, sobre la que preparaba una autocrítica constructiva. 

Cambio efímero, surgen movimientos y dirigentes cívicos, que con el tiempo son rebasados por las maquinarias políticas partidistas. La política se encarece y los senadores de circunscripción nacional derrochan millones. 

Álvaro Gómez pretendía limpiar, abaratar la política y sustituir el Régimen, por cuanto debe ser función intelectual esencial de la democracia. Pensaba legalizar las drogas a nivel mundial, propuesta que haría en la ONU, como se lo manifiesta a Roberto Posada en almuerzo que tuvimos en Pajares. Los precios de la droga se desplomarían en el mundo, las mafias y los violentos colombianos no tendrían como financiar la guerra. Volvería la concordia a la patria desgarrada. Ese sueño político sorprende al pueblo que le sigue y explica en parte el cobarde y horrendo crimen.  

Aristóteles sostiene que el instigador incurre en injusticia mayor que el criminal, porque el crimen no se habría cometido sin la instigación. Es tal la mala leche e infamia, que hoy algunos quieren matar por segunda vez a Álvaro Gómez.