Recompensa a la corrupción | El Nuevo Siglo
Miércoles, 9 de Octubre de 2019

EL paso del tiempo es lección que se traduce en maestría; lo cierto es que los años vividos enseñan a comprender el mundo en que se habita, en la medida en que los cambios que transforman el hábitat y las costumbres normativas vienen llegando sin advertencia consciente, son modalidades que apareciendo intempestivamente y sin mayor trastorno se asumen rutinariamente. ¡Miremos el cabello ahora!

Naturalmente los traumas se padecen sin atención, más tarde van arrojando sus consecuencias, muchas de las cuales se traducen en comportamientos asociales o antisociales y, si por casualidad se trata de alguien que detenta el poder, la arbitrariedad reina en su medio o profesionalmente. Aquí hay que interpretar la incidencia que la vanidad y la egolatría tienen en sus protagonistas alienados.

Aída Merlano, estrella del acontecimiento registrado la semana pasada, fue condenada por comprar el voto de electores que la escogieron como candidata al Congreso; ese es un episodio juzgado excepcionalmente, pues la historia de esta simonía en este país es la historia de la mediocre democracia y lo es a consecuencia de la miseria de los electores y la hegemonía cultural de los “aristócratas” de los diversos lugares. Para regresarla a la cárcel, luego de su espectacular huida, están ofreciendo una recompensa, recompensa que otros ofrecen para que definitivamente la callen.

El “maestro” Bocarejo, a este respecto, debe predicar que esto es pura carreta y porque al tenor de la modernidad, por encima del derecho, instrumento de la justicia, está la teocracia dineral, el amor al oro, fuente suprema de la riqueza y del reinado de los poderosos.

La prueba de lo cierto que se sostiene en este casual comentario la ofrece la moda que ahora impera para investigar los delitos y descubrir a los autores: la oferta de la recompensa, estimulo que abolió la obligación que en el pasado pregonaba la ley.

 El código de procedimiento del año de 1938 imponía la obligación a los empleados públicos, y a los particulares, poner en conocimiento de las autoridades los delitos de los cuales tuvieran conocimiento, con el apremio de que su omisión los convertiría en encubridores y cómplices de la ilicitud. Hoy eso no existe. El que tiene conocimiento de un hecho investigable o investigado guarda silencio o lo guarda porque su ética social o solidaridad no existe y no, porque ya no lo enseñan en los colegios. Ahora se predica que Colombia es un Estado Social de Derecho y esta calificación se anexa a las satisfacciones económicas y por lo demás, pare de contar. De ahí la recompensa frecuente y habitual.

No es fácil convocar testigos. La seguridad ahora no depende de las autoridades referidas en el artículo 2° de la Constitución.  Depende del contrato con el sector privado, empresas de propiedad de militares y policías en retiro y con las cuales los ministros de Defensa guardan estrechez extrema.