Un hecho político imperecedero | El Nuevo Siglo
Martes, 29 de Octubre de 2019
  • Vigencia de la elección popular de alcaldes
  • El nutriente de la democracia colombiana

 

No es, necesariamente, que en las últimas elecciones el país haya retomado el centro para dejar de lado los extremos de la política, particularmente enraizados desde la época del denegado plebiscito por la paz. En realidad, desde la instauración de la elección popular de alcaldes y luego el establecimiento de la misma para los gobernadores, el país ha venido modificando integralmente su democracia local. De hecho, tras la creación de estas figuras institucionales cada región o localidad ha manifestado su querer popular de diferentes maneras y a través de voceros distintos. Todo el mundo recuerda, por ejemplo, la época del ‘cura’ Hoyos en Barranquilla, que valió incluso por años para traerlo a cuento reiterativamente en programas de humor radial. Cali, por su parte, ha tenido todo tipo de alcaldes, pasando incluso por un fisiculturista, un invidente y en esta ocasión ha reelegido al hijo de uno de los extintos comandantes del M-19.

En Bogotá, por ejemplo, Antanas Mockus logró el foco público, clave para avanzar hacia su primera candidatura a la Alcaldía, después de bajarse los pantalones en señal de protesta cuando era rector de la Universidad Nacional y un auditorio estudiantil en Manizales no lo dejaba hablar. De allí surgió, en el transcurso de su primera campaña, el tema de la cultura ciudadana como filosofía política y de orientación administrativa del gobierno distrital, instrumento que le dio la vuelta al mundo como formulación novedosa a partir de criterios estrictamente académicos. Más adelante Bogotá produjo la alternación entre un tecnócrata, un sindicalista, un político tradicional y también un exguerrillero. Ahora, gracias a la voluntad popular, tiene la oportunidad de tomar las riendas de la metrópoli, por primera vez en la historia, una mujer, en cabeza de Claudia López, pero ya de antemano otras dirigentes de diferentes espectros políticos, como Sonia Durán de Infante, Clara López Obregón y María Fernanda Campo, habían ocupado temporalmente esa posición en momentos críticos. No es, pues, en modo alguno extraño que este domingo se produjera ese resultado en las urnas de una ciudad que ha demostrado, una y otra vez, que su esencia es la apertura a las distintas expresiones políticas.

Ciertamente, en esta ocasión el centro fue el elemento más caracterizado de la campaña capitalina, tanto en las manifestaciones de adhesión a las toldas de la hoy nueva alcaldesa o los apoyos a Carlos Fernando Galán.

Ese mismo centro ha sido la constante, por ejemplo, en Medellín. Sergio Fajardo, luego Alonso Salazar, más adelante Federico Gutiérrez y ahora Daniel Quintero, todas son manifestaciones ciudadanas de índole similar, pese a que cada uno tuviera o tenga énfasis programáticos diferentes.

Otras ciudades, desde la consolidación de la elección popular de alcaldes, han tomado distintos caminos, algunas de ellas seleccionando a empresarios como burgomaestres. Tal es el caso de Rodrigo Guerrero y Mauricio Armitage en Cali, o de Rodolfo Hernández en Bucaramanga. En estos comicios, los ejemplos más determinantes en ese sentido fueron el apabullante triunfo de Juan Carlos Cárdenas en la capital santandereana o el del fenómeno en Cúcuta, con Jairo Tomás Yañez. También, como en Cartagena, hay expresiones de voceros y activistas que vienen de organizaciones no gubernamentales, como es el caso ahora del electo William Jorge Dau Chamatt.

Desde la Constitución de 1991, de igual modo, es común ver a afrodescendientes e indígenas participando activamente en la política regional y local. De la misma manera ya es normal registrar una inmensa cantidad de jóvenes, hombres y mujeres, compitiendo desde muy temprano en juntas administradoras locales, concejos y asambleas, así como por los cargos de mayor relevancia. Colombia, como se ve, ha venido creando una sociedad más plural y democrática, especialmente desde el ámbito local y regional.

Por lo mismo no es sorpresivo que el bipartidismo haya perdido su característica binaria propia de las décadas antecedentes a la expedición de la Constitución de 1991. Por el contrario, la asamblea constituyente de entonces fue fruto de un consenso de fuerzas, partidos y movimientos muy disímiles que confluyeron en ese punto de encuentro institucional que cambió drásticamente al país. De suyo, la multiplicidad de manifestaciones políticas, surgida tras la emisión de la Carta Política, se ha ido acoplando hasta el día de hoy. Es por ello, asimismo, que resulta normal el tema del coalicionismo, ya que de alguna manera es el resultado de la progresión de las semillas constitucionales. Igual puede decirse de la propensión a acceder a la política por vía de las firmas y la creación de grupos significativos de ciudadanos.

Visto todo ello es dable concluir que en los casi 30 años de vigencia de la Constitución de 1991 el país ha venido encontrando un nuevo espíritu. A nadie ciertamente se le ocurriría, como algunos todavía quisieran, echar para atrás la elección popular de gobernadores y muchísimo menos la de los alcaldes. Como se dijo entonces, por su autor Álvaro Gómez Hurtado: Colombia necesitaba meterle más pueblo a la democracia. Y ese es hoy uno de los hechos políticos principales del acontecer nacional de los últimos lustros, como se ratificó anteayer.