El caso Petro | El Nuevo Siglo
Miércoles, 28 de Noviembre de 2018

Si algo caracteriza una democracia es la posibilidad real -para cualquier ciudadano-  de acceder a los cargos públicos, en especial los de elección popular. Traducido ese principio esencial a términos jurídicos, tal posibilidad -que debe ser efectiva- se constituye en un derecho inalienable  que el Estado debe garantizar y que implica, a la vez, todo un conjunto de derechos que le son conexos e indispensables, como los de conformar partidos y movimientos políticos, entrar y salir de ellos libremente, sufragar, elegir y ser elegido, desempeñar cargos públicos, vigilar y verificar la pureza y transparencia de los procesos electorales, oponerse al gobierno en ejercicio, protestar contra él, ofrecer públicamente alternativas políticas e ideológicas, votar en plebiscitos, referendos, consultas populares, revocatorias del mandato, y en general, en cualquiera de los mecanismos de participación popular. Sin una plena garantía institucional, que de verdad asegure el libre ejercicio de los derechos políticos, no se tiene una auténtica democracia.

Todo eso está garantizado en las constituciones políticas y en los tratados internacionales sobre derechos humanos, porque la libertad política hace parte de ellos.

Parte muy importante de las garantías que las instituciones deben ofrecer a los ciudadanos consiste en excluir toda posibilidad de que quien ejerce el poder goce de facultades para obstruir, obstaculizar, bloquear o impedir el libre ejercicio de los derechos políticos. Se quiere evitar que, con el pretexto de imponer el orden, de sancionar transgresiones o de deducir responsabilidades, el gobernante o sus subalternos, prevaliéndose de su autoridad, bloqueen de modo arbitrario las opciones políticas contrarias o diferentes, coartando las libertades. Así que, como principio esencial de la democracia, una persona no puede ser despojada de sus derechos políticos, ni le pueden ser suspendidos por determinaciones de autoridades administrativas. Sólo a los jueces se confía de manera exclusiva la atribución de suspender los derechos políticos, previo un debido proceso y mediante sentencia. Lo dice el artículo 98 de nuestra Constitución, según el cual el ejercicio de la ciudadanía -y por tanto de tales derechos- "se puede suspender en virtud de decisión judicial en los casos que determine la ley".

La Convención Americana de Derechos Humanos, que obliga a Colombia y prevalece en el orden interno (Art. 93 C.P.) establece en su artículo 23 que solamente un juez competente, en proceso penal, puede privar a un ciudadano de sus derechos políticos, entre ellos el de ser elegido en votación popular y el de tener acceso en condiciones de igualdad a las funciones públicas. El 27 enuncia los derechos políticos entre aquellos que ni siquiera en estado de guerra pueden ser suspendidos, como tampoco las garantías para su  protección.

Téngase presente todo ello en el caso del senador Petro, a quien se quiere despojar de su curul -asignada por norma constitucional (Art. 112 C.P.)-, a partir de una multa exorbitante, desproporcionada e impagable.

En una verdadera democracia no son admisibles estos trucos para sacar del juego político a un ciudadano, sea cual fuere su ideología. Las opciones electorales, ni la política, pueden quedar en manos de funcionarios administrativos de segundo o tercer nivel, menos si están sub-judice.