No petrificar la democracia | El Nuevo Siglo
Domingo, 3 de Noviembre de 2019
  • Inaplazable catarsis institucional
  • Alertas de varios países en crisis

 

 

LA gran ventaja de la democracia frente a cualquier otro sistema de gobierno es que permite adecuar las instituciones paulatinamente a las necesidades del momento y los tiempos contemporáneos. En América Latina, por ejemplo, ya se escucha, no sin razón, que el problema chileno estaría en vías de resolverse por una Asamblea Nacional Constituyente, frente a la pétrea legislación política que ha venido rigiendo a ese país desde 1980. Es indudable que se requiere algún tipo de catarsis institucional para relegitimar el orden, en particular frente al sistema de votaciones parlamentarias en donde cualquier cambio se hace prácticamente inabordable por cuanto se requieren mayorías calificadas para sacar avante muchas de las normativas propuestas.

El presidente Sebastián Piñera se ha venido moviendo rápidamente. Por ejemplo, oxigenó el gabinete y abrió un diálogo con las fuerzas más disímiles a fin de concretar una agenda que permita un consenso económico y social. A hoy está claro que ello será insuficiente si al mismo tiempo no se aborda un nuevo escenario político que permita avizorar el futuro con mayor solidez. De allí, justamente, que varios sectores estén comenzando a pedir una Constituyente que deje atrás cualquier resquicio de lo que fue el entramado institucional derivado de la época de Augusto Pinochet, en especial la posibilidad de tener senadores vitalicios y este tipo de figuras de corte relativamente autoritario.

De otra parte, para un colombiano, por ejemplo, resulta completamente extraño lo que acontece institucionalmente en distintas naciones de América del Sur. Al respecto, vale ver lo que sucede con las cláusulas de las elecciones de la primera vuelta presidencial en Bolivia y Argentina. En lugar de que se verifique un mandato claro, que haga innecesaria una segunda vuelta, como en Colombia, y para ello se requiera el 50% más uno de los votos válidos, se establece un complicado mecanismo que ciertamente genera una legitimidad mucho menor. Es claro que con índices de votación de solo el 40% y el 45% no se logra la legitimidad suficiente y, además, se impide el balotaje para medir verdaderamente todas las fuerzas electorales en juego.

Es obvio, pues, que en los casos de Bolivia y Argentina, por ejemplo, sería mucho más práctico recurrir a una modificación legislativa, inclusive por la vía de una Asamblea Constituyente, para generar mejores condiciones democráticas y evitar los escándalos que se suceden permanentemente en torno de las elecciones, dejando la democracia en vilo.

En otros sitios, como en España, la tensión constitucional está asociada directamente con las autonomías y el separatismo. En las elecciones del próximo 10 de noviembre se juega básicamente, en ese país, una solución al problema de Cataluña, pero como están las cosas parece bastante difícil que algún partido político logre la mayoría absoluta para poder enfrentar, decidida y legítimamente, el complicado fenómeno. De hecho, hace ya tiempo España no ha podido afianzar o formar un gobierno de largo plazo y esa es la demostración que podrían necesitarse reajustes institucionales a fin de ayudar a la democracia a cumplir sus propósitos.

Los Estados Unidos, a su vez, no han podido salir de una profunda polarización que se ha enquistado allí desde hace mucho tiempo. El partido Demócrata, en lugar de hacer una oposición natural, se ha dedicado desde hace ya décadas a buscar tumbar presidentes Republicanos como formulación política esencial. Así lo hicieron con Richard Nixon, como luego intentaron con Ronald Reagan y ahora pretenden llevarlo a cabo con Donald Trump. De esta manera la política se ha vuelto en la potencia mundial por excelencia un asunto de todo o nada, llevándose por delante el libre juego de la democracia y sustentando preferentemente su acción en lo judicial, en vez de en lo programático. La obsesión por destituir al hoy titular de la Casa Blanca apareció desde el mismo momento en que los Demócratas se sintieron humillados por su triunfo nítido y ahora siguen la misma ruta con el objetivo de evitar su reelección. Hay en todo ese fermento emocional una gran carga lesiva para la democracia, puesto que ella se solía definir en las elecciones y no en la obstaculización del gobierno para que no pueda administrar.

Visto lo anterior, como es sabido que el impeachment es una cosa meramente política y una cuenta de cobro frente a los logros de Trump, como lo son el continuo crecimiento de la economía y la baja del desempleo, será necesario que, una vez terminado este episodio con la muy posible negativa del Senado a destituir al Presidente, se proceda de alguna manera institucional para que esto no vuelva a ocurrir, salvo en causas abiertamente claras y evidentes.

Cualquiera sea el caso, lo que anteriormente se demuestra, en los distintos países, es que la democracia debe revigorizarse y templarse constantemente. Lo contrario, dejarla oxidarse sin dar salidas a los anhelos populares, puede ser el palo en que termine ahorcándose.