El bofetón de la reforma política | El Nuevo Siglo
Martes, 18 de Diciembre de 2018
  • De los partidos a la partidocracia
  • La “democracia” como negocio extraordinario

 

La tan cacareada reforma política quedó hecha trizas a raíz de la feria de intereses creados en que finalmente se convirtió su agónica conciliación anteayer en el Congreso. Hay allí para dar y convidar, en especial a favor del clientelismo, es decir, el sistema que sirve para hacer del servicio a la comunidad una intermediación con peajes y privilegios, soportado en una voluminosa financiación estatal y el uso estrambótico del presupuesto.

En efecto, el ejercicio político que ahora se pretende consiste, precisamente, en volver al vetusto escenario parlamentario anterior a la Constitución de 1991. No se trata, pues, de una reforma, sino de una contrarreforma que permita retrotraerse a aquellas épocas que obligaron al país a buscar opciones extraordinarias en una Constituyente de emergencia a fin de remover las costumbres arcaicas y pestilentes que habían llevado la institución del Congreso a la debacle. La admirable reacción ciudadana de aquella época, con la participación definitiva de los jóvenes, logró sin embargo imponerse para hacer del Parlamento un organismo autónomo, con amplias atribuciones de control, ajeno a nombramientos de mala recordación de congresistas en el Ejecutivo y en principio desprovisto de los sobornos y chantajes formalizados en los inicuos auxilios parlamentarios que habían erosionado la legitimidad legislativa.

Ahora todo eso naufraga como por arte de birlibirloque, puesto que se trata de reducir de nuevo la política al hemiciclo congresional, de subordinarla al directorismo de los magnates electorales y de fortalecer, no a los partidos políticos, sino la partidocracia obsoleta. Una cosa, ciertamente, son los partidos como parte de una organización republicana dirigida a satisfacer el bien común y muy otra la creación de unas entidades intocables y omnipotentes, cuyo propósito está encaminado a copar la totalidad del escenario político. Esto en virtud, asimismo, de que no se mueva una hoja sin pasar por el tamiz de quienes dirigen los partidos, además dentro de una calculada estrategia en favor de las maquinaciones y la cultura deleznable del compadrazgo interno. En síntesis, la partidocracia que ha sumido, por ejemplo, a España en la desorientación y la ingobernabilidad.  

En ese orden de cosas, en lugar de abrir el ejercicio de la política en Colombia, para que la mayor cantidad de gente pueda competir en la justa por los escaños representativos, en particular los jóvenes, se trata de cerrarle el camino a esa posibilidad, con el objeto de conseguir una capacidad de dominio desde la cúpula excluyente del partidismo pretérito, bajo la mampara de convenciones y cenáculos. Así ocurre con la elaboración de las listas cerradas, que ahora dizque venden como una panacea, pero que en verdad no son más que el mecanismo insólito para regresar a etapas superadas en la historia del país. O sea, en vez de jugarse a la democracia amplia y abierta en algo prevista en el voto preferente, con los rigores y controles del caso, se produce una involución que quieren disfrazar de elixir modernizante contra la corrupción como si la calentura no estuviera en las sábanas. Y esas sábanas no son otras que las de la circunscripción nacional para Senado que llevaron a que una curul tuviera el costo exorbitante de una mini campaña presidencial, por demás, afectando lesivamente la representación de un sinnúmero de regiones del país. Es ahí donde está la madriguera de la corrupción inamovible sobre la cual se hacen, por el contrario, los de la vista gorda.

¡Pero todavía peor! No contentos con ello ahora dan el zarpazo a una partida global del 20 por ciento del presupuesto de inversión nacional, es decir, algo así como la bicoca de 10 billones de pesos para repartir según las indicaciones caprichosas de los congresistas, llevándose por delante el sistema de planeación constitucional que, en buena hora, había tratado de disciplinar los exiguos recursos públicos. De eso, en caso de mantenerse la insensatez reinante, no quedará nada, puesto que el Congreso en vez del aducido templo de la democracia, quedará convertido ipso facto en el templo de los abalorios. Y aún más, insatisfechos con semejante maniobra, ahora dicen que la única alternativa contra las corruptelas es que el Estado financie integralmente el proselitismo, mejor dicho, que las reformas tributarias sirvan de caja derrochona y libérrima a todo lo anterior.

Esa es, en suma, la cacareada reforma. Un sistema lamentable para, a fin de cuentas, catapultar la política como negocio.