La desestabilización nacional | El Nuevo Siglo
Miércoles, 19 de Diciembre de 2018
  • Secuelas de una paz a medias
  • No resignarse al eterno retorno

 

La consecución de la paz integral, como objetivo del gobierno anterior, era un anhelo fundamental para cambiar el panorama agobiante del orden público en Colombia. De haberla conseguido se hubiera tratado de un hito histórico, no solo por el florecimiento de un país inédito, sino porque se habría modificado sustancialmente la aproximación conceptual sobre las apremiantes necesidades sociales de la nación, concentrándose en los requerimientos de desarrollo y amparo popular en amplias zonas por largo trecho abandonadas. Por desgracia, no fue así. En efecto, la paz integral no pasó de ser una consigna tan voluntariosa como impotente.

En términos reales, si bien se obtuvo la desactivación de parte importante de las Farc, con la entrega de siete mil armas y la obvia reducción de los índices criminales a partir de estas circunstancias, lo que asimismo colaboró en la mejora de ciertos rubros delictuales que ya venían en franco descenso (algunos hoy de nuevo en entredicho), no fue posible lograr el objetivo esencial por el cual se había puesto en marcha el proceso: la recuperación de los territorios desamparados y la dedicación estatal para dar remedio a las ingentes penurias de los compatriotas marginados en la periferia, con base en una tarea convocante de reconstrucción que pudo haber sido esplendorosa. No se trataba, pues, simplemente de la entrega de unas armas, puesto que al fin y al cabo ellas son de fácil adquisición en el mercado para los componentes terroristas, sino de cambiar drásticamente el escenario, abriéndole camino a la esperanza y, por decirlo así, lograr un destino renovado a partir de la renacionalización de Colombia, anhelo esquivo por las dificultades geográficas y la negligencia palmaria desde los tiempos del ruido.

Por lo demás, las cosas se agravaron cuando se vino a saber que no había tal, que las Farc se habían dividido, una parte optando por aceptar las curules y las sanciones simbólicas de la justicia transicional, en tanto otra, especialmente en cuanto a comandos expertos, se abstuvo de participar del proceso de desactivación del grupo y regresó a la manigua en un dos por tres y bajo cualquier justificación a la mano. Ya no solo pues era el fracaso en cuanto a la paz integral con el ELN y otros derivados, sino que apenas con las Farc podía hablarse, la verdad sea dicha, de paz parcial. Desde ese momento, hace unos dos años, las “disidencias” de las Farc comenzaron  a cobrar fuerza inusitada hasta el punto de que, acaballadas en el auge colosal de los cultivos ilícitos (herencia bastarda del mismo proceso), son en tan poco tiempo un nuevo reto de magnitud imprevista. A ello se suma, por descontado, las actividades también en ascenso del ELN y del mismo modo las incidencias protuberantes de los carteles mexicanos que sin Dios ni ley hacen y deshacen en algunos departamentos colombianos, a través de sus sucursales permanentes o móviles. Total, de nuevo una cifra de siete mil hombres-arma, lo que a su vez supone al menos un rubro de 20.000 auxiliares adicionales, entre colaboradores, milicianos y participantes de las diversas vertientes atentatorias de la soberanía colombiana. Y en tanto, el país disperso, sin encontrar un norte enfático.

Hay quienes dicen, sin embargo, que por fortuna ya no hay agrupación que tenga capacidad de retar al Estado, como en su momento lo habrían hecho las Farc. Esto para darse palmaditas de satisfacción en la espalda y tratar de exaltar un proceso que, si en modo alguno desestimable, no obtuvo ciertamente los resultados que habrían significado un verdadero viraje en el acontecer nacional. Para ser sinceros, las Farc ya venían en un declive irreversible por cuenta de las acciones militares de los gobiernos de Uribe y Santos, pero en la misma dirección no era del todo negativo desalojar por la vía del diálogo los remanentes que todavía permanecían replegados luego de la exitosa estrategia inaugurada con el Plan Colombia. El problema estuvo en una negociación tan prolongada y elástica, con un desgaste estatal concomitante que era el velado propósito de la subversión en la mesa para camuflar su angustiosa debilidad militar, producir el cese de fuego a como diera lugar y dar por terminadas sus actividades infértiles.

En todo caso, las instituciones y el sistema democrático colombiano nunca han estado en peligro cierto de desaparecer. Empero, el problema ha sido la desestabilización permanente y la rotación delincuencial en esos propósitos. Es lo que hoy ocurre, con otras caras y otras facetas. Resignarse al eterno retorno, en ese sentido, sería una catástrofe. Por fortuna, la nueva cúpula militar lo ha entendido así.