La Covid-19 ha supuesto la mayor disrupción de la normalidad política, económica y social desde las guerras mundiales. Estados de excepción y medidas extraordinarias han sido adoptados en prácticamente todos los países. La hibernación económica, y la contracción de la actividad productiva, el consumo y el comercio, han puesto en riesgo el tejido empresarial y destruido millones de empleos, amenazando los logros de los últimos 20 años en materia de progreso y bienestar. La “gran reclusión” ha trastocado la educación, la vida cultural y deportiva, los lazos afectivos, las relaciones personales.
Entre tanto, el conocimiento sobre el virus es todavía precario, y lo que hoy parece comprobar la más seria investigación podría ser fácilmente refutado por los estudios de mañana. En ausencia de una vacuna, y en medio de la incertidumbre científica prevaleciente, resulta imprescindible hallar una ventana -aunque sea estrecha- a algún tipo normalidad, por muy diferente que sea a la conocida hasta ahora.
Es lo que aparentemente han querido ayudar a encontrar los científicos de la Iniciativa de Investigación en Bioseguridad, el Departamento de Zoología de la Universidad de Cambridge, y el Centro para el Estudio del Riesgo Existencial, al compilar un mosaico de 313 opciones y medidas para para reducir la transmisión y propagación del SARS-CoV-2.
Algunas de ellas son apenas obvias, y se han puesto en práctica, con toda lógica, desde el primer momento; o vienen adoptándose a medida que se reduce progresivamente el confinamiento en distintos países. Otras, sin embargo, parecen mucho más arbitrarias e invasivas, y generan, con una razón que se puede no compartir pero que merece el esfuerzo intentar comprender, reacciones encontradas y cuestionamientos, prácticos y de principio, en distintos sectores de la ciudadanía que, por eso mismo, deberían ser oídos antes que descalificados. Y hay otras que, francamente, parecen la prefiguración de una verdadera distopía sanitaria…
Prohibir a los empleados almorzar fuera de sus lugares de trabajo. Establecer un “gasto mínimo” por cada salida a hacer las compras. Reportar a quienes hagan “excesivas” salidas a través de monitoreo fotográfico y de vídeo. Restringir que las personas compren artículos no esenciales o de lujo, eliminando existencias o limitando su disponibilidad. Establecer listas de “personas cercanas” para autorizar su contacto físico. Imponer que actividades como el corte de pelo las realice un miembro de cada hogar, eso sí -menos mal- “con la orientación de un profesional, a través de un enlace de vídeo”. E incluso, “desalentar conversaciones innecesarias cuando las personas están en contacto cercano”.
¿Quién definirá el mínimo, lo excesivo, lo esencial, la cercanía, lo necesario? ¿Hasta dónde llegarán la vigilancia y el control? Todo por la salud, nada contra la salud, nada por fuera de la salud. Nunca mejor dicho, porque la distopía sanitaria no puede acabar sino en una perversa variedad de totalitarismo. Un totalitarismo tan opresor y esclavizante como cualquier otro. Un totalitarismo por el cual, tal vez, no valga la pena conservar la salud.