“Todo poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”, dijo lord Acton, formulando uno de los axiomas que definen y justifican el imperio de la ley, la idea -occidental en su origen, liberal en su factura, universal en su vocación- de que el poder debe ser domesticado para que no devore a sus creaturas; y de que, para lograrlo, el ejercicio del poder debe sujetarse a limitaciones legales y contrapesos institucionales.
El sometimiento de la política al derecho -el Estado de derecho- es el mejor parapeto contra la arbitrariedad, la mejor garantía de la libertad. San Agustín lo planteó sin eufemismos: “Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”
La sujeción al derecho es condición necesaria para evitar la tiranía o la opresión. Erosionados los límites que el derecho impone al poder, queda allanado el camino a la ambición excesiva, la incompetencia y la perversidad; su eliminación lleva a las sociedades, indefectiblemente, al caos y la locura. En los regímenes democráticos, ni siquiera la soberanía popular está por encima de la ley que establece los cauces para su ejercicio. Una democracia sin Estado de derecho es demagogia. El imperio de la ley incomoda por igual a tiranos y populistas y, por eso, unos y otros dedican ingentes esfuerzos para socavarlo.
El juicio de Donald Trump por suplantación de identidad concluyó la semana pasada con un veredicto de culpabilidad en los 34 cargos formulados contra él, en uno de los varios procesos que enfrenta. Se puede tener cualquier opinión -docta o lega- sobre el caso, la acusación, el veredicto y, próximamente, sobre la sentencia. Esa es la virtud y el problema de las opiniones. Pero hay un hecho incontestable: quien antaño fuera uno de los hombres más poderosos del mundo, aspirante a serlo nuevamente, ha tenido que comparecer en juicio y es hoy -quedando a salvo los recursos procedentes- no sólo expresidente y candidato, sino convicto.
Quizá sea el primero en su país, pero no es el primer gobernante en el mundo en ser llevado a la justicia. En lo que va corrido del siglo, 80 mandatarios o exmandatarios han sido acusados penalmente -y 49 de ellos, condenados- en 54 países con regímenes democráticos más o menos consolidados. La geografía de estos enjuiciamientos es bastante diversa, y contrario a lo que han afirmado algunos copartidarios de Trump, no son una peculiaridad de las repúblicas bananeras. Más bien, encarnan una posibilidad propia de los sistemas democráticos, una expresión -de las más visibles- del Estado de derecho, donde nadie está (se supone) más allá del alcance de las leyes.
Por ser quienes son, la comparecencia de estos personajes ante los tribunales no deja de tener implicaciones políticas y puede tener importantes repercusiones institucionales. Sería ingenuo desconocer, por otro lado, que en algunos casos puede estar viciada, ser impulsada e instrumentalizada políticamente. Pero estas verdades no alcanzan a poner esta otra en entredicho: que en una democracia sólo hay una cosa peor que tener gobernantes con prontuario, y es no tenerlos cuando éstos, probada su conducta y establecida su responsabilidad, merecen el suyo.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales