“Salvavidas de plomo”, así denominó acertadamente la directora general de la Cepal al tipo de ayudas empresariales que se están generalizando por estos días de pandemia cuando sus beneficiarias son empresas que, por los confinamientos, ni están produciendo ni obviamente están vendiendo sus productos. Están paralizadas.
Para una empresa en estas condiciones (que por lo demás son la inmensa mayoría) recibir un crédito de corto plazo es el equivalente, dice la directora de la Cepal, a obtener un salvavidas envenenado. Aumentar el endeudamiento cuando no hay posibilidades ni de producción ni de mercadear lo que se produzca, es un ejercicio estéril.
La metáfora es interesante y debe servirnos para meditar sobre el tipo de ayuda que el Estado debe brindar en estos tiempos de pandemia.
Desde luego, hay un primer grupo de ayudas dirigidas a los más débiles. A los más vulnerables. A los que han caído en la pobreza. A los informales que de la noche a la mañana vieron sus ingresos reducidos a cero. A la creciente masa de indigentes que, junto con buena parte de los inmigrantes venezolanos, literalmente no tienen qué comer. Con relación a este grupo es evidente que las ayudas inmediatas son quizás las únicas posibles y éticamente válidas. Acá entran desde la repartición de mercados hasta las trasferencias monetarias no condicionadas conocidas como “ingreso solidario”. Que de acuerdo con la última decisión gubernamental se extenderán hasta mediados del año entrante. Estas ayudas son necesarias y traducen un deber insoslayable de los gobiernos centrales y de las entidades territoriales para venir en apoyo de los más necesitados en esta dura prueba.
Pero existen otro tipo de ayudas, que son a las que se refiere la Directora General de Cepal, que consisten en las ayudas crediticias (sobre todo cuando son a corto plazo), que se brindan a las empresas paralizadas por los confinamientos. Estas empresas, la mayoría de las cuales son Pymes y MiPymes, hace varios meses que no producen y en consecuencia no venden nada. Y para cuya recuperación es muy discutible que la salida adecuada sea lanzarles un “salvavidas de plomo”, o sea, más crédito o más garantías para los créditos que les otorgue el sistema bancario. Quizás esta sea la razón por la cual una parte considerable de las garantías ofrecidas por el Fondo Nacional de Garantías no se ha utilizado: porque la racionalidad empresarial las rechaza como un náufrago rechazaría un salvavidas de plomo.
Quizás ha llegado el momento de empezar a diseñar salvavidas útiles de icopor, o sea, que realmente sirvan tanto a las empresas que se debaten en esta grave crisis (que tiende a prolongarse en el tiempo) como al mercado laboral golpeado inclementemente por la pandemia.
La característica de estas políticas (que pudiéramos llamar de “segunda generación” una vez que se han suministrado las de los “primeros auxilios”) debe ser la de su continuidad en el tiempo y la de su sostenibilidad financiera. Esto, en el fondo, es lo que constituyen las llamado medidas estructurales. Por oposición a las efímeras ayudas que duran tres o cuatro meses. Y luego se terminan.
Dentro de estas medidas estructurales hay una que me ha llamado la atención de Eduardo Lora, y que Carlos Caballero en su artículo en El Tiempo, del pasado 1 de agosto, resume de la siguiente manera: “eliminar las contribuciones obligatorias que hacen las empresas y los trabajadores para los sistemas de pensiones. Solo seguirían siendo obligatorias las contribuciones de quienes ya tienen derechos adquiridos en Colpensiones por estar cerca de la edad de jubilación…El Estado (léase el presupuesto nacional) garantizaría una pensión básica- equivalente a la línea de pobreza, aproximadamente a un tercio del salario mínimo, a quienes no tengan una pensión subsidiada por el fisco”.
En otras palabras: consistiría en organizar una pensión Universal y Permanente de mínimos para todos aquellos y aquellas que hoy no pueden acceder, y que quizás nunca alcanzarán en su vida (son casi 8 millones actualmente) a ningún tipo de pensión.
Algo por el estilo se organizó recientemente en Chile: universalizar el derecho a un mínimo de pensión, y muy importante: con carácter permanente que no expira en tres o cuatro meses. Un esquema así luce mucho más atractivo que el de la “renta básica”, de la cual se ha hablado tanto por estos días. Pues, aunque es una propuesta más generosa que el programa de “ingreso solidario”, tiene un costo fiscal desproporcionadamente alto para lo efímero de la solución que plantea.
La pospandemia debe movernos a buscar fórmulas que, avanzando hacia una mayor equidad social que tanto reclama Colombia, sean de carácter permanente. ¡No más salvavidas de plomo!