La ópera, como la filosofía, es otra más de aquellas artes místicas que aspiro algún día llegar a asimilar mediante la periódica, aunque no constante, exposición a ellas. Por el lado de la filosofía considero que voy haciendo avances prometedores de la mano de nuestro pensador coreano favorito, Byung Chul Han, y algunos teóricos del Derecho que han vuelto a mi vida como fantasmas de las navidades pasadas para enredarme entre sus reflexiones jurídicas. Con la ópera, en cambio, mi proceso avanza a un ritmo marcadamente más lento (aunque ahora no me duermo y para mí eso ya es una gran victoria), situación que de momento no me inquieta y que le achaco a mi más que evidente falta de costumbre.
Mi camino hacia el autodidactismo operístico comenzó años atrás en Viena, donde tras un buen trozo de la receta original de la tarta Sacher, nos dirigimos con mi novia al colosal edificio de la Wiener Staatsoper para presenciar la adaptación hecha por Benjamin Britten de la clásica pieza shakesperiana “Sueño de una Noche de Verano”. La puesta en escena era imponente y el talento vocal de los artistas absolutamente inapelable, pero con subtítulos sólo disponibles en latín y alemán para los diálogos no nos quedó otra opción más que tirar de creatividad deduciendo lo que estaba pasando. Bajo esas condiciones, no dormirse entre las sombras de aquel teatro era una misión sólo para espíritus fuertes… y fracasé.
Tiempo después, a orillas del lago de Zúrich tendríamos nuestra revancha en la estilizada Opernhaus de la ciudad. Con un ambiente mucho más distendido y menos acartonado que el de sus vecinos austriacos, el público suizo pudo disfrutar de “Monteverdi” con Christian Spuck a la cabeza, una pieza mitad ópera mitad balé donde casi cuatro siglos después los compases del italiano Claudio Monteverdi vuelven a la vida para transmutarse al movimiento. El excelente trabajo de los bailares de la compañía Ballett Zürich y una escenografía intrigante con las sillas como elemento central de la narrativa fueron un agradable renacimiento de la esperanza en mi labor por conseguir apreciar esta bella disciplina.
El punto de equilibrio llegó la semana pasada durante el Summer HD Festival de Nueva York. Un regalo de la Metropolitan Opera a la ciudad en el que durante algo más de una semana se proyectaron de forma gratuita famosas piezas operísticas en la comodidad del Lincoln Center. Nosotros acudimos a “Florencia en el Amazonas” de Daniel Catán, la primera ópera en español que se presenta en aquel templo de las artes desde hace casi un siglo. Con guiños intencionales a la obra de García Márquez y una escenografía que recuerda a los episodios más fluviales de “El Amor en los Tiempos del Cólera”, la magia del Amazonas más iridiscente se robó el espectáculo.
Lamentablemente, una lluvia torrencial, como la que cayó durante cuatro años, once meses y dos días en Macondo, canceló la función, pero emparado como estaba me convencí de haber atravesado el Rubicón y estar un paso más cerca de hacer las paces con el mundo de la ópera.