Reflexiones diplomáticas | El Nuevo Siglo
Domingo, 4 de Abril de 2021

Han pasado 150 años -y mucha agua ha corrido bajo el puente de las relaciones internacionales- desde que el Canciller de Hierro, Otto von Bismarck, definió la diplomacia como “la negociación interminable de concesiones recíprocas entre Estados”.  Por donde se la mire, la diplomacia ya no es lo que era.

Dos fuerzas aparentemente antagónicas (una que se mueve en la dirección de una creciente densificación y profundización del multilateralismo, y otra que resiste su expansión en nombre de un nacionalismo nativista que practican por igual gobiernos ubicados en cualquier punto del espectro político y en cualquier lugar de mundo), han transformado sustancialmente la diplomacia.  Otro tanto han hecho los cambios sociales, los desarrollos tecnológicos, la transnacionalización de los problemas, la circulación masiva de la (des)información y el flujo global de las ideas.

Como en tantos ámbitos de la vida, en el quehacer diplomático el espacio se ha contraído y el tiempo se ha acelerado. Nada parece ajeno actualmente a los ministerios de Asuntos Exteriores, aunque ocurra en las más lejanas latitudes: todo hay que monitorearlo, todo hay que evaluarlo, acaso haya también que decir siempre alguna cosa. Y lo que hay que hacer, hay que hacerlo pronto. O mejor aún:  de inmediato. No hay tiempo, prácticamente, para que los diplomáticos traduzcan la avalancha de información que reciben, en inteligencia.  La presión por “hacer algo” o “decir algo” es enorme y viene de todos lados, en desmedro de dos poderosas herramientas diplomáticas sobre las que parece haber caído un anatema:  la indiferencia y el silencio.

Las consecuencias son obvias:  a veces, una peculiar forma de déficit de atención; otras, una hiperactividad espasmódica; no pocas, una diplomacia hecha al fragor de las mesas de trabajo de los programas matutinos -convertidas en tribunales de expertos sobre todo y sobre nada- que se pronuncian sin rubor sobre cualquier cosa.

Por si fuera poco, la diplomacia ha dejado de ser un monopolio estatal y oficio exclusivo de los diplomáticos. No porque no se respete la carrera diplomática, en la que hay algunos que lo son cabalmente, y otros que difícilmente lo parecen, sino porque cualquiera hace (o quiere hacer) diplomacia:  las corporaciones, las ONG, los partidos políticos, los gobiernos subnacionales, las oficinas de asuntos internacionales de cualquier agencia u oficina del Estado.  Hasta los “influenciadores” de las redes sociales que ejercen de embajadores digitales de cualquier causa, aupados por el aplauso de sus seguidores.

Qué difícil les resulta a los diplomáticos hacer su trabajo.  Qué urgente resulta repensar, desde su propio y natural centro de gravedad, la diplomacia.  Repensar el perfil y la trayectoria (que es mucho más que la carrera) de los diplomáticos. El instrumental del que disponen y el que necesitan. La arquitectura que los sostiene, los articula, los respalda. La multiplicidad de escenarios donde tienen que representar su función, cada vez con más antagonistas y coprotagonistas. Lo que el país espera, en fin, de su diplomacia y de sus diplomáticos.

*Analista y profesor de Relaciones Internacionales