A ver, pongámonos de acuerdo para evitar malentendidos. Una orquesta del indiscutible nivel internacional de la Filarmónica de Israel con un director de la relevancia de Zubin Metha, pues, no toca mal. O no por lo menos no dentro de los estándares locales, si se la compara, por ejemplo, con la Sinfónica Nacional de Colombia, que a su vez, si se la compara con la Filarmónica de Bogotá, pues sale mal parada, y sería una canallada compararla con la de Israel.
Ocurre, sí, que los estándares locales dieron un vuelco en los últimos seis años con la llegada al medio musical capitalino del Teatro Mayor, que sacó a Bogotá de más de un siglo de vida musical bastante provinciana: el surgimiento del Mayor en algo coincide con la preocupante decadencia, por ejemplo, de la sala de conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango, con la desaparición de otros auditorios y, también hay que decirlo, con el renacimiento de la Filarmónica de Bogotá, que aparentemente el alcalde Peñalosa está empeñado en detener…
Regreso pues, al fenómeno del Mayor, porque elevó el listón tan alto que la presentación, el jueves 11 de agosto, de la orquesta de Israel estuvo precedida de la de la Filarmónica de Viena, y así, francamente, no se puede.
Porque son ligas diferentes. La Filarmónica de Viena apenas se codea con la de Berlín, la de Nueva York y de pronto, de pronto, con la Gewandhaus de Leipzig, la Staatskapelle de Dresde y la Filarmónica de Leningrado. Ni la Filarmónica de Israel es de ese nivel, ni Zubin Metha es de la estatura, digan lo que digan, de un Karajan, un Mravinsky, Rattle, Abbado, Mazur…
Pero esto no significa que no sea una gran orquesta o que Metha no haya llegado a Bogotá precedido de una trayectoria colosal y también llevando sobre sus hombros sus 80 años, que también son una carga en una profesión que demanda enormes esfuerzos físicos.
Ahora bien, si a estas consideraciones hay que añadir que la orquesta de Israel haya hecho su actuación con un programa como el que le tocó la noche del 11 de agosto, pues no es de extrañarse que las cosas no anduvieran sobre ruedas.
Porque es, por lo menos, una extravagancia haber ocupado la primera parte del programa a dos obras, sí, novedosas, seguramente jamás escuchadas por la mayor parte del auditorio, pero dos obras francamente menores: en primer lugar la orquestación de Tchaikovsky sobre el segundo movimiento de su Cuarteto para cuerdas Nº 1, por cierto, recorrido con una delicadeza y preciosismo inigualables, pero, una partitura apenas encantadora y nada más. Enseguida otra rareza, la Pieza de concierto para 4 trompas y orquesta, Op. 86 de Robert Schumann, otra curiosidad, sin duda cuatro grandes trompistas y también, lamentables descuidos de Metha en ciertos pasajes contrapuntísticos que no trabajó a tope. En 1989 la Gewandhaus de Leipzig visitó el Auditorio Barbican de Londres con Kurt Mazur en la dirección, tocaron en la primera parte el Concierto de violín de Schumann y la crítica le censuró ferozmente a Mazur haber tocado un concierto francamente prescindible del repertorio, justamente porque una orquesta de esa talla no recorre medio continente para tocar obras innecesarias, y en este caso ¡medio mundo!
La segunda parte fue para la Sinfonía en Do mayor «La grande» de Franz Schubert. Quedó claro que el público de la noche no era el ya habitual del Mayor, pues no hubo poder humano para que desistiera de aplaudir entre movimientos. Metha instaló, buena idea, las maderas en el primer plano de la orquesta, obviamente para poner de relieve el rol tan protagónico que estas tienen en la orquestación y la textura sonora de la sinfonía: qué grandes oboístas tiene la orquesta. Pero su interpretación resultó desconcertante; desconcertante porque una obra de la importancia de «La grande» demanda absoluta coherencia, y su propuesta de recorrer con inusitada velocidad el segundo movimiento, Andante con moto, hizo pensar que volaría, a la manera de un Carlos Kleiber, en el Scherzo y el Allegro vivace del último, pero eso no ocurrió, y así su versión resultó monótona, a duras penas animada por los disparatados aplausos entre movimientos, que hicieron recordar que el estreno de la Grande ocurrió en Leipzig, por iniciativa de Schumann y bajo la dirección de Mendelssohn, que fue el primer abanderado de que la música se tomara muy en serio y que las obras se escucharan con respeto y recogimiento, y, sin aplausos entre movimientos…
Lo mejor de la noche, quién lo creyera, fueron las obras fuera de programa: una chispeante y deliciosa versión de la obertura de Bodas de Fígaro de Mozart y Nimrod de las Variaciones Enigma de Elgar, que fue francamente conmovedora.
Vuelvo sobre lo mismo: mala pata de Israel y de Metha haberse presentado luego de la Filarmónica de Viena con Valery Gergiev, y también de malas, porque de los públicos posibles no les correspondió el mejor…