Revivamos nuestra historia | El Nuevo Siglo
Jueves, 10 de Enero de 2019
  • El verdadero rol de Estados Unidos
  • Las diferencias ideológicas de fondo

 

Entre los mitos fundacionales de la república colombiana no está, desde luego, la ayuda de los Estados Unidos al proceso independentista, como se ha dicho en estos días. Y no puede estarlo porque en esa época ni ese país era lo que hoy es, ni entonces tenía la fuerza para enfrentarse militarmente a las grandes potencias más allá de entornos cercanos. De hecho, la primera guerra después de la emancipación, declarada por Estados Unidos para tomarse las colonias británicas en Canadá, en 1812, de algún modo había drenado sus energías y en general los gobiernos posteriores le huían a todo lo que significara confrontación bélica.

En realidad, el epicentro mundial durante ese transcurso radicaba, más bien, en las guerras napoleónicas y luego la recomposición monárquica en Europa, después de la reclusión de Bonaparte en Santa Elena. No quiere decir que desde el comienzo los Estados Unidos no intentarán mecanismos para acceder a más territorios, cumpliendo lo que llamaban “el destino manifiesto”, incluso duplicando su extensión con las compras de Luisiana y de la Florida, al mismo Napoleón y a los Borbones españoles respectivamente. La deuda fue superlativa, pero la jugada brillante, siempre bajo la tesis de mantener cercanía diplomática con franceses e ibéricos contra los británicos. Más adelante tratarían de hacer lo mismo con los mejicanos, en California y Texas, con la diferencia de que les resultó mucho más barato puesto que los recursos llegaron al bolsillo presidencial antes que al erario, tras unas guerritas de pacotilla, de antemano acordadas.       

También Estados Unidos procedió rápidamente, de otra parte, frente a las amplias zonas de los nativos, bien por la vía del acuerdo o bien por la vía militar a rajatabla. De suyo, buena parte de la legislación indígena actual proviene de la normatividad pactada en la época, incluido el tema de que el subsuelo pertenece a los aborígenes, a diferencia de Colombia, por ejemplo, donde por una decisión del Libertador el subsuelo es de la nación. Hay allí, en efecto, una diferencia ideológica, cuyas consecuencias se observan hoy en día frente a la exploración y explotación de los recursos naturales en aquellas áreas. En los Estados Unidos la legislación es mucho más estricta que la colombiana en algunos aspectos, aunque a decir verdad el gran avance dado por Simón Bolívar consistió en que todo trabajo indígena, por fuera de sus zonas, debía ser en algo remunerado, acabando con la costumbre de los siervos.                   

Al contrario de Estados Unidos, en cambio, el Libertador siempre mantuvo sus convicciones contra la esclavitud. Esto a raíz de tres elementos: uno, táctico, puesto que ofrecer la manumisión fue la manera de ganarse a este sector de la población, tradicionalmente pro hispánico; otro, ideológico, ya que aseguraba que somos el compuesto integral de América, Europa y África; y un tercero, diplomático, pues fue ese el convenio adquirido con el presidente haitiano, el afrodescendiente Alejandro Petión, a fin de lograr el respaldo financiero y logístico en las expediciones sobre el litoral caribe y recomponer las tropas libertadoras tras la consolidación de Pablo Morillo.

El verdadero cambio, sin embargo, se dio cuando finalmente pudieron establecerse las legiones extranjeras, particularmente británicas y sin avales gubernamentales directos. A raíz de ello, la experiencia lograda en tantos años de lucha pudo canalizarse profesionalmente, a partir precisamente de las batallas de Vargas y Boyacá, en 1819. Eso permitió, por primera y única vez, algún tipo de solución de compromiso con los españoles, como efectivamente la firmaron Bolívar y Morillo luego de la liberación de Bogotá. En adelante se dio otra lucha, con generales hispánicos de menor rango, y la independencia de las demás áreas entró en su faceta final e irreversible dentro del derecho de gentes y proscrita la guerra a muerte a la salida de Morillo.

Fue entonces, cuando en el gabinete de James Monroe, en Estados Unidos, se comenzó a discutir la doctrina de su propio nombre. Es decir, la doctrina Monroe en la que, luego de su reelección, finalmente se proclamó la tesis de “América para los americanos”, en 1822. En buena medida, eso sirvió de dique de contención contra el nuevo embate monárquico en las antiguas posesiones, que se anunciaba con ahínco desde Francia y España, sobre América del Sur y el Caribe, y de Rusia, sobre la costa pacífica norteamericana. El reconocimiento de la independencia colombiana y otras entidades por parte de los Estados Unidos acabó, pues, con cualquier intento de restablecimiento monárquico y sirvió de acicate para la libre determinación de los pueblos. Otra cosa fue el colapso grancolombiano subsiguiente. Nadie pensaba entonces en semejante hado histórico que al cabo de un lustro daría carta de presentación a la estupidez.