Tapar un error con otro error… | El Nuevo Siglo
Viernes, 21 de Junio de 2019
  • Una legislatura ‘memorable’
  • Naufragio de la agenda anticorrupción

 

La no aprobación de la mayoría de los proyectos de ley anticorrupción en el Congreso, como primer resultado en el balance de la última legislatura, es apenas un paso más en la deslegitimación de las instituciones colombianas. Porque estas, no solo por ello, sino en general por la manera en que se comprende el espíritu de la ley en el país, han sufrido desde hace tiempo y por diversos canales un proceso de desgaste descomunal cuya consecuencia inmediata es la falta de confianza y credibilidad de la ciudadanía en el Estado.

No es bueno, por supuesto, que esto ocurra. El Estado cumple una labor primordial en el orden social, ya que le corresponde velar por los intereses colectivos. Ese, a fin de cuentas, es su propósito. De modo que toda la acción estatal tiene de base ese objetivo sustancial de generar solidaridades colectivas en procura de un compromiso mancomunado por medio del cual se edifican los pilares de una nación y se persigue un destino común.

A partir de ello se crea, asimismo, una identidad nacional compartida y son esas nociones vinculantes las que permiten dar curso a la carta de navegación establecida en el preámbulo constitucional bajo unas pretensiones específicas: fortalecer la unidad nacional; asegurar la vida de sus integrantes; propender por la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz; establecer un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo; e impulsar la integración de la comunidad latinoamericana.

La anterior es, ciertamente, la visión consensuada de lo que se quiere de Colombia, dictaminada en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, y la misión sobre la cual se establecen las instituciones con el objeto de darle piso y alcance al “poder soberano”, a través de las facultades y atribuciones del Estado.

Al buscar, en ese sentido, “un orden político, económico y social justo”, se entiende de antemano que la corrupción, como la violencia, es uno de los grandes enemigos que ha tenido el país en dirección a cumplir los postulados esenciales del ordenamiento que se anhela. La violencia, desde luego, porque es la antípoda bárbara frente al carácter civilizado y civilizador que busca cualquier Carta, como lo es la Constitución Política de Colombia, según reza su título textual, y que por tanto tiene la capacidad coercitiva para impedir la barbarie. Y la corrupción, de la misma manera, porque nada más erosionante de los intereses generales que la violación, por parte de las anómalas conductas de los funcionarios públicos o de los particulares, de las reglas que la ciudadanía ha adoptado  como modus vivendi conjunto. Es ahí donde se produce, en efecto, una gigantesca fractura del tejido social y donde se atenta flagrantemente contra el ideario colectivo fijado en el preámbulo antedicho.

El ordenamiento legal tiene previsto, por ello, un catálogo de conductas lesivas que deben ser sancionadas y que por lo general comprometen a los detentadores del poder del Estado, en cualquier nivel, y sus relaciones con los demás o entre ellos mismos: prevaricato, soborno, cohecho, concusión, tráfico de influencias, contratación indebida y una serie adicional de tipificaciones del derecho penal que pretenden amparar el patrimonio público y generar buenas prácticas sociales. Y es ahí, precisamente, donde la sociedad no solo quiere sanciones, sino además circunstancias disuasivas para que no se repita el fenómeno delictivo.

Los proyectos de ley anticorrupción que han sido llevados por distintos caminos al Congreso, bien en honor de los resultados de la consulta popular respectiva o de propuestas del Gobierno, la Fiscalía y la Procuraduría, y que en su gran mayoría naufragaron en la legislatura, buscaban precisamente generar condiciones para mejorar los factores disuasivos contra las corruptelas. Así se presupuestó en varios textos, ya sobre los elementos penitenciarios, ya por evitar costumbres o escenarios proclives a la corrupción, ya por fomentar una mayor cantidad de transparencia, ya por incorporar el principio de probidad… pero, cualquiera fuera el caso, las fórmulas encontraron una suerte adversa en el hemiciclo.

Aun así, lo peor fue ver cómo se rasgaban las vestiduras entre Cámara y Senado, como desmontándose de las responsabilidades y distrayendo la discusión con ave marías ajenas. Todo eso, como se dijo, es lo que ayuda a crear desconfianza en las instituciones colombianas. No es bueno caer en un error y menos pretender taparlo con otro igual de lamentable.