La “conspiración septembrina” | El Nuevo Siglo
Domingo, 23 de Septiembre de 2018
  • Bolívar nunca toleró la corrupción…
  • Por eso casi lo matan  

 

Esta semana se cumplen 190 años de la “conspiración septembrina”, cuando se pretendió eliminar al Libertador Simón Bolívar.

Fecha luctuosa y todavía incomprensible que, en adelante, determinó el colapso grancolombiano y dio al traste con los sueños de unificación y soberanía de un gran país que pudo haberse presentado, en Occidente, como territorio de orden, libertad y esperanza. Siempre había dicho El Libertador que somos un pueblo intermedio entre América, Europa y África. Y si bien no siempre fue optimista en la materia, luchó como ninguno, tanto en la teoría como en la práctica y en las condiciones más adversas, para darle toda la dignidad a esa raza en formación y hacer de la América Meridional un lugar donde pudiera llevarse a cabo una expresión novedosa del ámbito humano. Pero, desde luego, El Libertador volaba muy por encima de quienes pretendió orientar en ese propósito fecundo y pudieron más las desavenencias, los celos y las mezquindades, es decir, las muy pequeñas cosas, frente al horizonte que había planteado desde el principio, en ese sentido, tanto en el Manifiesto de Cartagena como en la posterior Carta de Jamaica.  

El 25 de septiembre de 1828 será una de esas fechas que siempre quedará inscrita en la infamia. De por sí, ya se habían suscitado los ánimos asesinos incontenibles, desde la Convención de Ocaña, cuando los sectores bolivarianos habían disuelto el quorum sin que la constituyente de entonces hubiera podido llegar a dictar una constitución, dejando al país en el limbo. Nunca fue partidario de esa maniobra Simón Bolívar y le pareció un acto de piratería, así lo hubieran hecho sus adictos. Pero de allí a que ello sirviera de base para empuñar el puñal, como se sostuvo en múltiples declaraciones públicas, es la peor mácula de la historia nacional.

Nunca creyó El Libertador que la conspiración tuviera bases ciertas y de allí su desaprensión a que su atentado pudiera llevarse a cabo pese a algunas advertencias. Ya se sabía que los sectores afectos a la anarquía o la demagogia, como él la llamaba, le habían levantado una alambrada de hostilidades al impedirle asistir, con base en incisos y parágrafos, a la Convención de Ocaña en su carácter de Presidente en propiedad. Lo cual, de antemano, era una verdadera estupidez, cuando lo que se pretendía era exactamente lo contrario, o sea, que las grandes figuras nacionales se pudieran aglutinar en una Asamblea para sacar las reformas adelante, en especial aquellas que estaban dirigidas a atacar la corrupción.

De hecho, el propio Libertador había desestimado, por anticipado, la Constitución de Bolivia, dictada de su propio espíritu y su propia mano para ese país recién creado, que gobernaba el mariscal Antonio José de Sucre, pero que no encontraba fundamentos en el territorio colombiano, por considerarse ya incurso en las cláusulas constitucionales correspondientes. Pero sí era de tener en cuenta los elementos clave de la doctrina bolivariana, fundamentados en lo que era esencial al liberalismo clásico de la época, es decir la virtud como núcleo sustancial del servicio público y que El Libertador quería aplicar a partir de una Cámara de Sensores contra las corruptelas y las canonjías.

No era, pues, la presidencia vitalicia o el Senado hereditario, a fin de encontrar una salida a las ambiciones del momento, lo que comportaba el germen fundamental de las discrepancias, sino el hecho de que Bolívar quisiera incorporar la virtud como norte insoslayable de la ética pública. En especial porque entonces el gran debate era cómo se habían evaporado los indispensables y multimillonarios créditos adquiridos en Inglaterra, a intereses altísimos y comisiones estrafalarias, en lo que tenía puesto el ojo avizor El Libertador desde que había llegado del Perú.

Por eso la presencia de Bolívar en la Convención de Ocaña era absolutamente incómoda para aquellos que desdecían de esa política, no solo altruista, sino práctica y atinada para los destinos de la República. De haber estado El Libertador en la Convención muy otra hubiera sido la suerte del país, pero aceptó el inciso nefando que lo apartó de las deliberaciones, donde sin duda hubiera sido aclamado, dejando en cambio el espacio completo al Vicepresidente, general Francisco de Paula Santander, artífice de la maniobra, quien aprovechó el espacio y su preeminencia para ir volteando diputados, en sus propósitos diferentes, y quien a su vez se sentía inculpado por el tema de los créditos.

Disuelta la Convención de Ocaña, a raíz de no lograrse el quorum, por un solo diputado, los ánimos se exaltaron y no pasaron unas semanas hasta la resolución de asesinar al Libertador, investido de facultades extraordinarias mientras se resolvía el vacío.

Así llegaron a la casa presidencial los jóvenes exaltados para darlo de baja en un típico parricidio emocional. Bolívar se salvó de milagro, huyendo semidesnudo por el barrio de La Candelaria, pero nunca volvió a ser el mismo.  

A ciento noventa años de esta “conspiración septembrina”, la corrupción continúa siendo el tema central que abruma a la República. Sea esta la hora, cerca del Bicentenario de la Independencia, de reivindicar lo que se pudo hacer entonces, y que no aparece inscrito en ninguno de los proyectos de la Mesa Técnica Anticorrupción. Lo que no deja de sorprender, puesto que hay allí, en la doctrina bolivariana, una cantera luminosa para enfrentar el fenómeno, tan atávico como contemporáneo en los anales nacionales.