Democracia en tiempo real | El Nuevo Siglo
Martes, 19 de Noviembre de 2019
  • La concertación como instrumento
  • La autoridad serena del Estado

 

Las razones por las cuales hay más expresiones de protesta social en el mundo se deben a que se ha abierto un espacio nuevo, inclusive todavía en ciernes, para lo que podría dar llamarse: la democracia en tiempo real. No se trata, en sí, de las manifestaciones sociales previas, a las que muchos estaban acostumbrados antes de la dinámica irrupción de la revolución tecnológica, en sus diferentes variables, sino de una instancia política inédita a la que el “planeta democrático” hasta ahora se está acoplando.

Se trata, pues, de la democracia en vivo y en directo, sin intermediarios y exenta de los representantes tradicionales donde la ciudadanía, incluso a partir de intereses contradictorios, hace uso de una especie de derecho de petición, muestra sus anhelos y hace gala de sus inconformidades y exigencias, sin los filtros que eran habituales en el sistema democrático a través de los esquemas tradicionales o de corporaciones como el Congreso, hoy aparentemente desbordado en su capacidad de respuesta de cuenta de la naturaleza decimonónica de su origen, lenta y desarticulada frente al ritmo de los expeditivos tiempos contemporáneos.     

Es lógico que ello esté ocurriendo. Lo que viene dándose desde hace tiempo en el globo, como en Colombia, es una aceleración de todos los elementos vitales y sensoriales de las personas, a raíz de la interconexión electrónica como producto indisociable y fundamental del devenir cotidiano; hasta el punto, por decirlo así, de que el teléfono móvil y sus aditamentos inteligentes hacen hoy parte esencial de la canasta familiar, aunque así no lo contemple el Dane. De hecho, una de las protestas orbitales de último cuño se dio en el Líbano a causa de un cobro exorbitante del sistema de WhatsApp.    

En efecto, si aquella aceleración de la vida se está sucediendo rutinariamente en la esfera personal, como cosa común y silvestre, era imposible que el fenómeno no trascendiera al espectro social, modificando asimismo la relación del individuo con el Estado y la política, a través de las redes sociales, el nuevo sentido libérrimo de la calle y las diferentes formas de convocatoria ciudadana, popular, contestataria o anarquizante, según se vea el fenómeno. Por lo cual es válido decir que la democracia, como muchas circunstancias en el mundo, está en plena ebullición disruptiva. Es decir, en plena transformación empírica en consonancia con las nuevas realidades globales.

De hecho, el nombre de “protesta social” no obedece exactamente a las pretensiones y las posibilidades del nuevo fenómeno. Mucho menos, claro está, con respecto a las connotaciones de lo que significaba la palabra “paro”, en general asociada de modo previo a los aspectos meramente reivindicativos del sindicalismo. Es posible, desde luego, que ello haga parte del evento del próximo jueves, citado en Colombia, pero en la medida en que se han venido sumando diversos sectores a la jornada se ha dejado ver un sinnúmero de motivaciones de carácter disímil para participar. En esa medida lo que existe, finalmente, es una manifestación eminentemente democrática cuya pretensión primigenia consiste en buscarse un espacio dentro de la nueva ágora. Y dejar en claro que se hace parte de una voz ciudadana, diferente a la canalización a través de los partidos, los medios de opinión, las agremiaciones o las mismas elecciones.

Así las cosas, para que ello tenga éxito, es indudable que se debe respetar el núcleo central de lo que supone la democracia: las vías pacíficas para resolver las discrepancias. Y mantener, por supuesto, medios de interlocución que permitan llegar a acuerdos. Es decir, una plataforma en la que sea posible y viable la concertación. En buena medida, la democracia parte de un disenso de posiciones iniciales para llegar después del contraste de ideas a un consenso, bien será ello por la vía de las votaciones mayoritarias en el Parlamento o de espacios institucionales abiertos a los efectos. El peor enemigo de ello es en primer lugar el vandalismo, cuyo propósito no es llegar a ningún acuerdo, sino suscitar la anarquía y transgredir los derechos fundamentales y el sistema de libertades. Lo que, desde luego, no es aceptable dentro de ningún planteamiento democrático.

En otro escalafón de la democracia podría estar la protesta per se que, aunque legítima, no se traduce en resultados prácticos. Y luego se sitúa la concertación que es ciertamente el instrumento más fiable para resolver las vicisitudes sociales. Así precisamente lo ha hecho el actual Gobierno en varias oportunidades, como con los universitarios. Del sentido democrático de quienes participen en la marcha dentro de los cauces constitucionales, bajo la autoridad serena del Estado, dependerá en mucho el valioso instrumento de la concertación hacia el futuro.