Cuando la calle es música | El Nuevo Siglo
Jueves, 5 de Diciembre de 2019
  • Una cosa es la memoria histórica…
  • Y muy otra la oratoria intempestiva

 

La calle, si se quiere con mayúsculas y la misma letra inspirativa de la canción de Compañía Ilimitada, que tanto influyó en la juventud colombiana de la década de los ochenta del siglo anterior, está hoy más vigente que nunca como expresión latente de la libertad.

En consecuencia, el texto de aquella letra vehemente del conjunto roquero nacional, invitando a los jóvenes a caminar en una marcha sugestiva y como parte primordial de las canciones estimulantes de aquella época latinoamericana, parecería más bien un himno de la actualidad. Esto, a propósito de la unión entre música y política que algunos han intentado derivar de la retórica en el hemiciclo parlamentario, a raíz de las vicisitudes políticas y sociales por las que hoy atraviesa Colombia.

En ese sentido, podría decirse que hay muchas bandas de otras latitudes latinoamericanas que, con todas sus virtudes, no lograron encarnar o vislumbrar por anticipado, ni por supuesto era el objetivo, el fenómeno de la democracia en tiempo real, actualmente en boga en las avenidas colombianas. Lo que, por el contrario, Compañía Ilimitada pareció de algún modo haber intuido, tal vez ciertamente sin pretensiones directas e inmediatas, pero sí con designios colectivos dinamizadores y desde luego mucho antes de las facilidades tecnológicas para potenciar los vínculos sociales en la calle.

Por descontando, no deja de ser lo anterior un mérito a reconocer para ese grupo, dentro de la multifacética música contemporánea de la nación, frente a quienes no ven, desde su foco político polarizador, sino elementos extranjerizantes comparativos para desentrañar las realidades del país, pese a las incidencias de problemas suramericanos comunes a la vez que de desarrollo diferenciado.    

Desde luego, son decenas de canciones del continente que, en retrospectiva y en cierta medida soportadas en el estilo y la sintaxis irrepetible del gran Gustavo Ceratti, podrían verse, desde la óptica actual, como un punto de inflexión y como resultado fehaciente de una cultura urbana continental en ascenso constante, desde entonces, en que la juventud y la calle eran y son componentes indisolubles. En esto, por ejemplo, sería un despropósito desconocer a Los Prisioneros con su prosa directa y su dinámica musical contra los desequilibrios sociales y la atmósfera dictatorial chilena. Además, de otra parte, hay una multiplicidad de canciones de aquellas décadas modificatorias de las típicas letanías de protesta de años previos, también alejadas de la trova cubana procastrista, aunque bajo la misma órbita de composiciones fenomenales como las de Sui Generis en Argentina.

De otro lado, no hay que irse hasta los cánticos nadaistas, ni a grupos inolvidables como Banda Nueva, para encontrar la base de las múltiples manifestaciones roqueras de la Colombia de los ochentas y noventas, por ejemplo, en Andrea Echeverri o La Derecha y sus cualidades específicas. En la crónica cantada de “Mi Generación”, de Poligamia, existe un rico contenido periodístico que descubre contagiosamente, en esa vía roquera, mucho de lo ocurrido en el país en aquellas décadas. Sin embargo, podría decirse que la diferencia con muchos de otros países de la región estriba particularmente en que los jóvenes colombianos de entonces, si se quiere en concordancia con el ambiente y la música de esa época (hoy en renovación), fueron el factor detonante que permitió un cambio drástico y por la vía democrática cuando, además de irrumpir en la calle y estimular una Asamblea Nacional Constituyente (prohibida dentro de las cláusulas legales), lograron incorporar muchas de las telúricas y aparentemente insalvables exigencias del momento. Una de las principales, precisamente, la proscripción de las leyes marciales como mecanismo tradicional para gobernar a Colombia.   

Fue, ciertamente, una revolución pacífica que algunos inmovilistas tildaron de golpe de Estado. Sea lo que fuere, una revolución pacífica que pudo llevarse a cabo en un ejercicio dialéctico de seis meses, en el más grande hecho político de los últimos treinta años. Por tanto, un hecho verdaderamente histórico. En particular, por el consenso de las fuerzas políticas disímiles, incluido el recién desmovilizado M-19. Un acto, además, que con décadas de retraso quieren imitar hoy en Chile o que en su momento sirvió para que otras naciones latinoamericanas generaran una renovación de sus instituciones.

Pero como en todo hecho, hubo cosas que lamentar. Probablemente, una de las más protuberantes, el desmayo del M-19 para desarrollar y profundizar los cambios en un Congreso integrado, en parte, con los mismos constituyentes en las elecciones anticipadas dictaminadas por la Asamblea. Perdieron el ímpetu y al prohibir la participación de los delegatarios se entregaron a las fuerzas regresivas, haciendo el esguince a las mayorías que se habían concertado. Es bueno decirlo, para que no vengan ahora a llenar ese vacío trayendo a cuento una música a la que no hicieron caso. Porque, como lo ha hecho algún excandidato y senador opositor de esa estirpe, se podrá acudir a los cantos de sirena de la oratoria intempestiva pero muy otra cosa es la certeza de la memoria histórica.