En un principio fuimos agua. La tierra misma es más agua que polvo y con el cuerpo ocurre igual. El agua es purificación, curación y cultivo. Es el ritmo palpitante del mar y el constante fluir del río que evoca la existencia en movimiento. El agua nos liga a una forma de identidad colectiva con la naturaleza, más allá de lo humano y, muchas veces, a pesar de la misma humanidad; de allí su carácter sagrado en todas las culturas, religiones y tiempos.
Sin el agua no hay vida, esa una certeza y una experiencia compartida. Por eso decirlo es casi un pleonasmo. Aun así resulta descabellado pensar que este es un mundo que, a conciencia, pone en riesgo sus fuentes hídricas. Que produce a costa del agua, que opta por secar ríos y cuencas, y que siempre termina encontrando una justificación legal para hacer algo que a todas luces es ilegítimo. Eso, sin contar con la explotación criminal que abunda en todas partes.
El problema siempre es el mismo, la apropiación y el uso de un bien colectivo para satisfacer el interés de unos pocos, legal o ilegalmente. Ya son tantas la décadas de expoliación y extracción intensiva, que el agua se ha vuelto un recurso escaso. Ahora hay guerras por el agua. El futuro apocalíptico que vaticinaron tantas películas de ciencia ficción es aquí y es ahora, en el Chocó, en los Montes de María o en cualquier sitio donde nazca un río.
No es casualidad que la violencia se exprese con especial crudeza en aquellos territorios donde hay mayor riqueza hídrica. Ni que las voces de los defensores del medio ambiente sean sistemáticamente acalladas, aquí y ahora. En Colombia, proteger loritos, oponerse a la construcción de un puerto o de una hidroeléctrica y decir que el agua no se remplaza con dinero, es peligroso y puede costar la vida misma.
El agua también ha sido víctima del conflicto armado, así lo ha reconocido la Corte Constitucional en la sentencia C-644 de 2017. Años y años sufriendo los impactos de un conflicto eterno que no parece tener tiempo ni memoria, han acabado también por enterrar el agua en la muerte. Reparar los daños ambientales es, también, una condición ineludible de la paz.
En el agua se refleja la inequidad y la injusticia de un modo de vida que se defiende así mismo, y con orgullo, inequitativo e injusto. La pobreza nunca tiene agua, incluso aunque esté rodeada de ríos y mares. Para muchos, la gran dificultad de volver a las clases presenciales, está en la imposibilidad de lavarse las manos; en uno de los países con mayor riqueza hídrica del mundo, es inaceptable. No hay que ser expertos en medio ambiente, en economía y en mercado, para saber que no está bien y que podemos hacer que sea de otra manera. Es una decisión, no estamos condenados a la sed. Si hay agua, hay vida y nosotros ciertamente la tenemos, solo hay que decidir cuidarla y vivirla.
@tatianaduplat