ALEJANDRA FIERRO VALBUENA, PhD | El Nuevo Siglo
Sábado, 19 de Octubre de 2013

Cultura rebajada

 

En  1745 la única posibilidad de escuchar música era a través de la interpretación o del concierto. El acceso a los bienes culturales estaba limitado a aquellos que se encargaban de la creación artística o pertenecían a las elites en las que ese arte se difundía. A pesar de esta restricción, los siglos anteriores al XIX no están vacíos de producción artística. Al contrario, grandes obras que hoy se reconocen como patrimonio de la humanidad, han sido producidas en estos escenarios.

Con la reproducción musical, por ejemplo, deja de ser exclusivo el acceso a las composiciones y se populariza también la interpretación. Con el simple hecho de pulsar un botón cualquiera puede tener acceso a las grandes obras de música clásica o a manifestaciones artísticas que antes permanecían aisladas geográficamente. Ahora, la música ritual de una tribu africana bien puede servir de ambientación en un restaurante en Manhattan. Es común para nosotros escuchar en la sala de espera del consultorio odontológico, a la par que el sonido de la fresa, alguno de los conciertos brandemburgueses de Bach o -con mucha frecuencia- la pequeña serenata nocturna de Mozart.

Con las obras pictóricas sucede algo similar. La publicidad nos trae sin cesar, asociadas a productos de consumo doméstico, las grandes obras arquitectónicas o pictóricas de la humanidad. Es común asociar la venta de cámaras fotográficas, a la torre inclinada de Pisa o al Coliseo romano.  Gracias a la animación, la Monalisa nos ha vendido productos de belleza o aseo personal de viva voz o uno de los iconos pictóricos del Renacimiento puede terminar convertido en la imagen de una marca de papel higiénico. El uso de las obras de arte también está sometido al vaivén de la moda y de acuerdo con los intereses de la época algunos, en otros tiempos menospreciados, cobran una inusitada relevancia para el sentir de los consumidores.

Al parecer, haber facilitado el acceso a las distintas artes, a través de la reproducción, no ha sido directamente proporcional a la producción de grandes obras artísticas y mucho menos, al aumento de cultura en la humanidad (entendida ésta como el cultivo de sí mismo).

Umberto Eco en su libro Apocalípticos e integrados pone de relieve esta revolución cultural y analiza lo que ha supuesto, en términos sociales, la movilidad y el acceso a bienes artísticos. Sus observaciones llevan a resaltar, por ejemplo, el cine como producto de dicha revolución y como bien artístico que no muere ni disminuye con el hecho de ser difundido, reproducido, popularizado. El séptimo arte es compatible con los medios de difusión de nuestro tiempo y es una muestra excelente de cómo las artes se mantienen vivas e incluso mejoran, a medida que aumenta su difusión. Hay que reconocer que el caso del cine es excepcional. En la mayoría de los casos, la difusión y reproducción de la obra de arte, sin mantener un contexto adecuado que permita su apreciación terminan por banalizar la experiencia estética. Los esfuerzos por popularizar los bienes culturales no han conseguido, como era el objetivo, elevar las masas hacia la contemplación, sino más bien, rebajar el arte hacia su anulación.