ALEJANDRA FIERRO VALBUENA, PhD | El Nuevo Siglo
Sábado, 26 de Octubre de 2013

Simulacro no simulado

 

El simulacro de evacuación que se llevó a cabo el pasado miércoles en todo el país, tuvo como fin preparar a la ciudadanía frente a una eventual emergencia. No es la primera vez que se aplica esta estrategia educativa como medida de prevención frente a posibles catástrofes. La regularidad de los simulacros, entiendo, pretende generar en el imaginario colectivo mecanismos de reacción frente a situaciones de crisis, de manera tal que cuando sea el caso se pueda implementar un plan que evite una gran catástrofe y así salvar una gran cantidad de vidas.

Sin embargo, lo experimentado por la población el pasado miércoles ha dejado más preguntas que respuestas. Aun cuando la identificación de los brigadistas y los puntos de encuentro son un gran avance en la toma de conciencia frente a las emergencias, son muchos los vacíos que quedan en un eventual proceso de evacuación.

Mientras salía del edificio tras escuchar las alarmas pensaba en identificar los puntos de encuentro pero no tenía presente qué artículos debía llevar conmigo. No obstante que en la mañana se repartió un volante que hablaba de un kit mínimo de supervivencia, en el momento de la salida esa información estaba ya olvidada. Al indagar entre mis compañeros de simulacro, la gran mayoría no tenía presente esta información y más aún, reinaba el escepticismo frente a este tipo de ensayos y la indignación al tener que esperar 20 minutos antes de poder regresar a sus actividades.

Verdaderamente el tiempo de espera es excesivo teniendo en cuenta que no hay ninguna instrucción además de mantenerse en su sitio tras el conteo de posibles víctimas por parte de los brigadistas encargados. Yo en el entretanto me preguntaba: ¿y si fuera cierto? ¿Y si en este momento estuviéremos en medio de una emergencia real? ¿Qué pasaría con mi familia? ¿Acaso los colegios cuentan con un plan de evacuación sólido? Si es el caso, ¿estamos los padres enterados de él? ¿Hacia dónde evacuan a nuestros hijos? Si son llevados a sus casas, ¿cuentan con los planes de evacuación de los lugares donde trabajan sus padres para que puedan estar esperándolos? A medida que me respondía con negativas cada una de estas preguntas, me invadió primero la preocupación y luego, la vergüenza.

Al terminar el simulacro, y fruto de las dudas que me suscitó consulté con un experto, especialista en medicina preventiva y de emergencias, quien confirmó mi sospecha. En Colombia no tenemos conciencia de lo que se debe hacer frente a una emergencia. No existe un plan ni personal, ni familiar, ni laboral, para enfrentar una situación de catástrofe. En nuestro imaginario, la acción frente a las tragedias no va más allá del caos y la desesperación.

Algunos pueden interpretar esta conciencia de catástrofe como una actitud paranoica u obsesiva. No hace falta ser tan pesimista en la vida pensarán algunos. Ya es suficiente con los pequeños dramas cotidianos. No se puede vivir a la espera de lo peor y menos aún, estar preparado siempre para ello.

Tales objeciones no son más que una típica justificación a la mediocridad que nos caracteriza. Prever y planear las acciones no supone vivir ni negativa ni angustiosamente. Al contrario, dejar previsto es en cierto modo, desentenderse de modo responsable, para que, cuando si llega la catástrofe, no nos coja desprevenidos.