La relación con Estados Unidos ha revestido una especial importancia para Colombia durante buena parte de su historia. Como toda relación, no ha estado exenta de altibajos y vaivenes. La idea según la cual la política exterior colombiana ha girado en torno a dos “doctrinas” con frecuencia presentadas como excluyentes —el respice polum (mirar hacia el Norte, hacia Washington) y el respice similia (mirar a los vecinos, a los similares) —, da cuenta de su particular relevancia. (Esta narrativa es tremendamente simplificadora, aunque muy popular, incluso entre los estudiosos).
Los Estados Unidos han jugado un papel destacado en relación con distintos asuntos que han marcado el devenir de Colombia como nación. Acaso el más obvio sea el de la separación de Panamá —que por otro lado, se habría producido tarde o temprano, con o sin intervención estadounidense. Pero también hay que considerar la lucha contra las drogas, la promoción (por la vía del estímulo, pero también de la presión) del respeto a los derechos humanos, y por supuesto, el fortalecimiento de las capacidades militares que permitió llevar a la guerrilla de las Farc a La Habana.
Tal vez por eso, al país le gusta pensar que tan importante como es Estados Unidos para Colombia, es Colombia para Estados Unidos. En realidad, y salvo por un valor relativo y no siempre positivo —derivado, por ejemplo, del problema del narcotráfico, o del contexto político en la región— Colombia ocupa un lugar bastante marginal en el mapa de los Estados Unidos. Aliado, sí, pero sólo limitadamente estratégico. Socio, sí, pero no imprescindible. Interlocutor regional, sí, pero en absoluto privilegiado.
Lo anterior explica, al menos parcialmente, la alharaca que genera en Colombia cada encuentro presidencial. Con ocasión del más reciente de ellos, una alharaca propiciada por el propio gobierno colombiano, que intentó presentarlo como un insuperable logro diplomático, un éxito sin precedentes, un avance sin parangón, la prueba de un entendimiento excepcional, y de paso, una derrota de la oposición. Una alharaca que algunos medios reprodujeron con laudatorios titulares, en los que una gentil felicitación se convirtió en “apoyo incondicional”, un diálogo cordial en una “alianza fortalecida”, una declaración desdeñada como “larga y diplomática” en una histórica demostración de autonomía, y un comentario preocupado sobre el principal problema del momento en América Latina (Venezuela) en evidencia del incontestable liderazgo del país y el Presidente.
Con tanto ruido, resulta difícil oír; con tanto gesto, no se puede ver con claridad la realidad. Pero tarde o temprano, ésta es la que se impone.
(*)Analista y profesor de Relaciones Internacionales