Dijo el filósofo francés Jean Baudrillard que “seducir es morir como realidad y reproducirse como ilusión”. En ese sentido, la desaparición física de Fidel Castro es sólo la culminación de una muerte largamente escenificada y la apoteosis de su representación como ilusión para muchos, no sólo en Cuba, sino en las filas de la izquierda de todo el mundo y en particular de América Latina. A fin de cuentas, frente a su talento más bien escaso como estratega militar; frente a su irresponsable megalomanía -que lo llevó a sugerir a Kruschev, en lo más álgido de la crisis de los misiles, un ataque nuclear contra los Estados Unidos-; frente al autoritarismo personalista de su régimen; y frente al estado de excepción permanente del que se valió para justificar una dictadura implacable; si algún mérito indiscutible hay que concederle, es el de haber hecho de sí mismo y de las promesas de la revolución que encabezó, un mito. Un mito que ha seducido (y seguirá seduciendo), a pesar de las sombras innegables que constituyen la parte más sustancial de su legado.
Será por esas sombras, más que por el mito que tan cuidadosamente se ocupó de construir -con la ayuda involuntaria de sus detractores, y especialmente, de quienes conspiraron contra él desde el otro lado del estrecho de Florida e impusieron dogmáticamente el inútil embargo- por lo que a la postre será juzgado por la historia. Probablemente, el mito le valga la absolución en la imaginación de quienes idealizan su tenaz resistencia frente a las ambiciones del “Imperio”, su defensa a ultranza de la soberanía y la autodeterminación de los pueblos, su internacionalismo militante y presuntamente solidario, y los logros -llenos de contradicciones- de su igualitarismo. Pero los hechos -los que develen los historiadores del futuro- serán menos misericordiosos con él y con el Golem que labraron sus manos.
Una década atrás empezó en Cuba el “posfidelismo”. Pero pasarán todavía varios años antes de que sobrevenga el “poscastrismo”, incluso si Raúl Castro cumple su palabra y abandona la Presidencia en 2018 (reservándose, eso sí -y ese es el meollo del asunto- la Secretaría General del partido). Por lo tanto, no hay que alimentar demasiadas esperanzas sobre la democratización de Cuba.
Ojalá haya mayores esperanzas de que la izquierda latinoamericana se libere del lastre que representan Fidel y su revolución. Sólo así podrá dar el salto al futuro y evitar desvaríos como el chavismo. Eso lo necesita no sólo la izquierda, sino la propia democracia en América Latina.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales