El mundo se va acostumbrando al presidente Trump. A su retórica plagada de adjetivos por lo demás, casi siempre los mismos. A su estado de campaña permanente. A su vehemencia tuitera. A sus iniciativas frustradas -la restricción de la inmigración musulmana, el recorte de fondos federales para las ciudades santuario, el desmonte del Obamacare-. A su insistencia, más propia de un prestamista que de un estadista, en “cobrarle” a sus aliados: a Alemania por la OTAN, y más recientemente a Corea del Sur por el despliegue del escudo antimisiles. (Y a México, su vecino imprescindible, por el muro). A sus vaivenes y contradicciones, por ejemplo, frente a la Alianza Atlántica o frente al Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Al denigrar constante del legado de su predecesor. A su gobierno incompleto (aún le falta suplir un número importante de cargos en la administración federal, y no da muestras de tener afán alguno para hacerlo). A sus relaciones irregulares con su propio partido, que no acaba de sentirse cómodo con el magnate. A las sucesivas -y acaso interminables- revelaciones sobre los vínculos de su entorno con Rusia. Al protagonismo de la primera hija y el primer yerno de América, nepotismo que parece emular al de cualquier republiqueta bananera. Al lenguaje intemperante con que se refiere a jueces y periodistas. A sus confesiones, algo ingenuas, algo impúdicas, y en todo caso, pasmosas: desde haber comunicado al presidente chino el bombardeo de Siria mientras terminaban la cena con “the most beautiful piece of chocolate cake that you've ever seen”, hasta el desenfadado “I thought being president would be easier” que dejó escapar durante su más reciente entrevista.
No bastan cien días para definir una presidencia. Pero sí para deducir el talante que tendrá durante los (¿1360?) restantes.
En materia de política exterior -y aunque aún es demasiado pronto para identificar una “doctrina Trump”, y tal vez, jamás sea posible distinguirla- su administración va perfilándose de forma meridiana. Efectismo sobre eficacia. Oportunismo sobre estrategia. Forma sobre fondo. Prestigio y estatus sobre cálculo político. Simplificación de la realidad sobre el discernimiento de sus complejidades. Desdén absoluto por las lecciones de la historia. En síntesis, una práctica bastante escasa de la principal de las virtudes políticas: la prudencia.
Es posible que Trump vaya aprendiendo qué significa gobernar la nación más poderosa de la tierra. Quizá acierte a veces, aunque sea por casualidad, como el jumento de la fábula. Pero entretanto, en pocas palabras, el suyo es el imperio de la incertidumbre.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales