Colombia es una República Independiente, no una colonia. Pero recientemente, en especial desde que comenzaron las negociaciones de paz, peor aún, desde que el Presidente Juan Manuel Santos y las Farc firmaron el acuerdo del Teatro Colón, somos continuamente tratados como una colonia.
Los colombianos estamos hastiados de la interferencia extranjera en nuestro suelo. Hastiados de oír a tantos “personajes” internacionales, algunos representantes de gobiernos extranjeros u organizaciones mundiales, venir a darnos cátedra o a amonestarnos con el mayor descaro, cómo si fuéramos una colonia dependiente de ellos, una democracia recién fundada, o una nación de peleles que pueden ser manipulados, castigados o retados, por potencias extranjeras o sus ciudadanos.
Los representantes de las naciones garantes del proceso de La Habana, Noruega, Venezuela y Cuba, amigos reconocidos de los líderes de las Farc, continúan hoy, un año después de firmado el acuerdo impuesto por el gobierno, a pesar de haber sido negado por el pueblo en el Plebiscito, opinando e interviniendo cuando se les antoja, como si fueran jueces supremos.
En realidad, qué garantizan estos gobiernos en este momento. Noruega, tan lejana de la realidad colombiana y tan enamorada de la idea romántica de una “revolución redentora”, quiere imponer algo en Colombia que jamás aceptaría en su propio país, la impunidad absoluta de criminales que por décadas ensangrentaron al país y cometieron un sin número de crímenes de lesa humanidad contra la población civil, inclusive contra niños.
Y qué decir de Venezuela o Cuba; es risible pensar que puedan garantizar la continuidad de nuestra democracia, el mantenimiento de las libertades, la libre expresión, o que sean garantes del estado de derecho y la continuidad de nuestro sistema de gobierno, si en sus propios países solo existen férreas dictaduras, persecución y hambre.
Quiero recordar a estas naciones, sus representantes, organizaciones internacionales con claras inclinaciones políticas, (generalmente izquierdistas) y otros actores que se sienten con capacidad de dar cátedra de buen gobierno, derechos humanos, perdón y reparación en nuestra patria, que mejor sería practicar lo que predican en sus tierras.
Recuerden que el acuerdo firmado en La Habana, entre el Gobierno y los narco-traficantes, fue llevado a un referendo para su aprobación, el 2 de octubre de 2016, y la mayoría del pueblo colombiano voto No. Fue esta la decisión libre de un pueblo soberano. Sin embargo, Santos lo ratificó, en el teatro Colón, desconociendo arbitrariamente el mandato del pueblo, al estilo de un dictador, no un demócrata como él pretende ser.
A pesar de las críticas de los amigos de las Farc, nacionales e internacionales, el Congreso colombiano ha modificado en algo la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y las calificaciones de los jueces que podrán conformarla.
Igual, fueron modificadas algunas de las excesivas prerrogativas concedidas a las Farc, ahora convertida en partido político privilegiado por el acuerdo, (presupuesto especial para su funcionamiento, curules acordadas y garantizadas en el congreso, emisoras para la difusión de sus ideas, etc…).
Santos, como si fuera gobernante de una colonia, dedica gran parte de sus esfuerzos en complacer a la comunidad internacional, y en buscar y recibir toda clase de homenajes de ella, mientras da la espalda al disgusto que causan en Colombia, su gobierno, sus mentiras y manipulaciones. Con razón tiene la más baja aprobación de un Presidente en nuestra historia.