Últimamente ha hecho carrera el empleo del “castro-chavismo” como figura retórica en el discurso político colombiano. Los opositores del gobierno de Juan Manuel Santos, y los críticos del acuerdo que alcanzó en La Habana con la guerrilla de las Farc, apelan al “castro-chavismo” tanto para denunciar su silencio frente a lo que ocurre en Venezuela, como para poner en evidencia los aspectos más controversiales (y en modo alguno aclarados) de la implementación del acuerdo de marras.
A su vez, los funcionarios del Gobierno, sus defensores de oficio, y los detractores del senador Uribe, acusan de alarmismo a quienes advierten sobre el inminente derive del país por la senda que años atrás transitó el vecino país, les reprochan utilizar el miedo como herramienta política, y por añadidura, los etiquetan como “enemigos de la paz”.
Unos y otros podrían estar equivocados. Los primeros, que se ven a sí mismos como profetas clamando en el desierto, pueden acabar banalizando riesgos que indudablemente existen y penden sobre la estabilidad institucional y las perspectivas de desarrollo económico, algunos de los cuáles tienen su origen -al menos parcialmente- en la implementación, tan opaca como creativa, del acuerdo con las Farc. Los segundos, de tanto caricaturizar lo que en realidad es una hipérbole, pueden acabar atropellados por los hechos cumplidos, cuando ya no sirva de nada llorar sobre la leche derramada, y la “anhelada paz” esté una vez más en entredicho.
Es verdad que Colombia no es Venezuela. Ni la trayectoria histórica de ambas naciones, ni su cultura política, ni la estructura de su economía, son homologables. Pero otra cosa es dar por sentado que Colombia está “blindada” o inmunizada frente a los extravíos por los que, de cuando en cuando, pierden las sociedades el rumbo.
Las élites políticas y económicas están fragmentadas. Hay un serio déficit de calidad en el liderazgo político y el empresarial parece ausente de las grandes discusiones. El lenguaje del debate público se ha envilecido. Hay políticos que intentan medrar desacreditando las instituciones, explotando las emociones de la opinión, y proponiendo soluciones efectistas -pero llamativas- a problemas estructurales y complejos. Las instituciones presentan síntomas de descoyuntamiento, y han perdido buena parte de su legitimidad y su credibilidad ante una ciudadanía hastiada e indignada. El hastío y la indignación, unidos a la frustración acumulada, alimentan una agitación que ya se vive en varias regiones del país.
Colombia no es Venezuela, pero rima. Y quienes desconocen las rimas de la historia acaban repitiéndola. Aunque, eso sí, cada uno a su manera.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales